Un inesperado encuentro

Papones del Dulce Nombre de Jesús de la Semana Santa leonesa. // Peio García /ICAL

Máximo Soto Calvo

El padre Lucas, de manual corto en pedagogía y largo en exigencia, con destemplada voz infundía temor e imponía silencio en sus alumnos, que no era poco. A mi inmediato compañero, sentado en el pupitre anterior, Pablo de nombre, parlanchín e inquieto, le tenía bien tomada la medida, con aquello de “Vilorta que te veo”. Este apelativo, le venía dado por transferencia de su padre, un humilde tejedor de cestos de mimbres y vendedor ambulante.

En el año que estuvo Pablo en el Colegio, ni amigamos ni nuestra relación fue más allá de la natural de condiscípulos. Tan enigmático, como inquieto, debo confesar que no llegué a comprenderlo. Un dato: Al regreso de las vacaciones de Semana Santa, el primer día de clase, apenas nos hubimos sentado, volviendo el torso y mostrando su rostro sonriente, hizo un guiño de complicidad en tanto decía:

— El Viernes Santo nos vimos de papones en la procesión de los Pasos.

Debí poner un claro gesto de extrañeza, por ello continuó:

— ¿No te acuerdas?, te saludé con la mano, nos conocimos...a pesar del capillo. Aclaró así tal dificultad, por si colaba, supuse, pues yo no era papón, aunque lo deseara, y dudo que él lo fuera.

Por razón de pura economía familiar al finalizar el curso hubo ausentarse de aquel Colegio de pago, Lo que en aquel entonces no pudimos ni remotamente sospechar, era que, yendo por caminos distintos, nos volveríamos a encontrar, y que el deseo de actuar de papón él iba a poder cumplirlo, de forma extraña.

El Barrio Húmedo, donde muchos años atrás había llegado a beber la diversión de los primeros encuentros con el alcohol, fue el escenario elegido por el destino para aproximar nuestras vidas. Para entonces yo tan sólo era un visitante ocasional de las animadas tascas, las que tan bien describió Umbral. Llamó mi atención un personaje más bien desaliñado, que acudía solo, pelín taciturno, pero que pronto se acoplaba a algún corrillo, era conocido por los fieles del Húmedo como Vilorta, y... se parecía a Pablo.

Después de varios encuentros, distanciados en el tiempo, ya no tenía duda, era él. Así que un día que a la salida de El Besugo nos tropezamos frontalmente en la puerta, deteniéndole por el brazo le pregunté:

— ¿Tú no eres Pablo?

En su ajado rostro no aparecieron atisbos de reconocimiento. Hube de recordarle nuestra proximidad en la clase del padre Lucas, y la afición de ser papones. ¡Esto fue clave!, se le iluminaron los ojos.

— Mario... tú eres Mario... te veo muy bien...

Aunque pareció alegrarse, no fue más allá en su expresividad, por lo que creí conveniente tenderle la mano a modo de saludo, que, recuerdo, estrechó con cierta flojedad.

— Entremos y charlemos un rato, propuse con firmeza.

Pareció agradarle la idea, deduje, al verle volver presto sobre sus pasos. Ya sentados, y apurado nuestro primer chato de vino, pareció repuesto del impacto, y con más chispa que ingenio, a grandes zancadas sobre los recuerdos, intentó ponerme al corriente de su vida. Lo hacía sin lamentos, con la naturalidad de quien se quiere fotografiar como desheredado de la fortuna, pero que asume su rol. Parecía deseoso de contar su peripecia vivencial, pensé que el alcohol era la causa, y el alivio su razón. Sin contrapartida.

— Ahora vivo con Ángela, mi tabla de salvación, mi refugio, ya la conocerás. “De jóvenes nos encontrábamos por las calles del barrio de San Ana, nuestro saludo era un cruce de discretas y enamoradizas miradas, Pero el destino tozudo a veces, y tú lo puedes estar comprobando en este encuentro, nos volvió a aproximar, bastantes años después, cuando la juventud veloz se había ido, y la madurez se iba instalando con desgaste físico como peaje a pagar. La iniciativa de juntarnos la tomó ella; una decisión de quienes ya no están en condiciones de esperar más.

— Es costurera, aprendió el oficio mediante el perseverante clavar de la aguja con el dedal de la necesidad. Arregla y hace hábitos para papones. Son las Semanas Santas su mejor momento recaudador, pero agobiantes, todo son prisas. Coincidimos... en casi todo, y algo muy importante está empeñada en coser todos los jirones que ha supuesto mi vivir, al menos mediante un dulce hilvanado. Y yo, agradecido

— He andado demasiado, trampaleando, dejándome llevar, echando una mano a tenderos del barrio, donde he vivido, El Egido, y a algún hortelano de la zona, Todo dificultades.. El barrio húmedo ha sido mi cobijo. Pero hay un lado oscuro.- Hizo una pausa, antes de añadir en voz queda:

“El de antaño, trasgresor de normas... y propiedades, al filo de lo ilegal”.

Bajó la mirada y calló... creo que meditando lo dicho. Permanecí en respetuoso silencio, que no tardó en romper; si bien, yendo ahora por otros derroteros.

— Mi deseo de ser papón aún pervive, Mario.

Sin proponérselo acababa de confirmar que no había estado más que imaginativamente procesionando de chaval, en la de los Pasos, cuando llegó a decir que nos habíamos visto de cofrades...

— Pero lo voy a lograr. Ángela me está adaptando una túnica a mi medida, ya no le falta más que el capillo y el emblema, ya sabes la corona de espinas y las letras. Me colaré de rondón..., ya es muy tarde para otra cosa. Y con voz ronca añadió:

— Otra trasgresión que me he hacer perdona.

Me quedé sorprendido y él entró en un momento de zozobra, tal vez arrepentido de la confesión, Al pronto se levantó, en tanto decía a modo de despedida:

— Se ha hecho tarde, mañana nos veremos... Mario... allá por San Francisco, añadió sobre la marcha.

Apenas si pude decirle adiós, pues salió ligero. De modo que mientras pagué las consumiciones y salí a la calle, ya no había ni rastros de él. Corto encuentro para tan largo recorrido en vida y peripecias, me dije pesaroso. Pero ya no sería una más de tantas noches de Jueves Santo.

En la mañana siguiente, Viernes Santo, fiel a mi compromiso, lugar y hora, como papón de acera, antes de que entrarao en la calle Hospicio el paso La Oración del Huerto, ya estaba allí. Me motivaba este año, de modo muy especial, comprobar si Pablo llevaba a cabo su intromisión procesional. La procesión discurría, paso a paso, y cuando el San Juan de Víctor de los Ríos, iba a entrar en la calle Hospicio, vi venir a Pablo, de negro hábito, sin nada en las manos, por la calle San Francisco y a cara descubierta. No me hizo seña alguna, pero interpretando que le había visto, se colocó el capillo, y se añadió al cortejo.

A pesar de los intentos que hice, en otros tramos del recorrido, no conseguir volver a verlo. Sin embargo, un buen amigo, Pedro, bracero de San Juan, me contó en Casa Benito, tras el Encuentro, que por necesidades mayores fisiológicas había cedido la puja, en un corto tramo por la plaza de las Tiendas, hasta el puesto de los huevos, a un papón que no conocía, mayor y torpe, manifiestamente agradecido.

Silencié mi sospecha, ambos tenían similar estatura. Era Pablo, y había cubierto un mayor objetivo.

Por la tarde, cuando de San Martín salía la Procesión del Santo Entierro, pude verlo, en la distancia, la gran afluencia de público no me permitía otra cosa. No estaba vestido de papón y se hallaba subido en la fuente de la calle Plegarias, allá donde se unen el Consistorio municipal y la iglesia de San Martín.

Se iniciaba la noche del Viernes Santo y los Legionarios del Tercio del Gran Capitán de Melilla, formando parte de la procesión organizada por Minerva y Veracruz, portando brazo en alto al Cristo Crucificado, accedían a la Plaza Mayor entonando el himno de la Legión, entre una multitud expectante de público.

Pablo, de pie en el muro fontanal, visiblemente emocionado, cantaba con ellos Soy el novio de la muerte, en tanto veía pasar, horizontal, como flotando a la altura de sus ojos, el Cristo en la cruz.

No sé si sería premonitorio lo del cántico, lo cierto es que ya no se ha vuelto a ver más a este personaje conocido en el Húmedo por Vilorta, devenido en sencillo quídam, al que, de niño, el padre Lucas había dedicado su mejor epíteto: ¡Vilorta que te veo!

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