'El poder del Perro' en un mundo de hombres

Benedict Cumberbatch, uno de los protagonisgtas de 'El poder del perro'.

Antonio Boñar

En el salmo 22:20 de la Biblia leemos: “Libra de la espada mi alma, del poder del perro mi vida”. La expresión “el poder del perro” hace referencia a todos esos profundos e incontrolables impulsos que alimentan nuestro odio y que volcamos con crueldad sobre los más vulnerables.

Y el título de esta monumental película se inspira en ese antiguo salmo para hablarnos de esos mismos impulsos que finalmente también pueden llegar a destruirnos. Basada en la novela homónima de Thomas Savage, este hipnótico y amargo wéstern supone el regreso al cine de Jane Campion, una directora que ya había mostrado en obras precedentes un especial talento para indagar en la psicología masculina, en esa virilidad tóxica y reprimida que se oculta bajo siglos de domesticación y civilizados modales.

Estamos en Montana en 1925, en una época en la que todavía conviven dos mundos ajenos, uno crepuscular y otro naciente. Uno habitado por rudos vaqueros que pastorean enormes rebaños de reses y otro en el que los nuevos automóviles empiezan a imponer su presencia en caminos y pueblos.

En ese tiempo y en ese Oeste decadente y acosado por la modernidad viven los hermanos Burbank, propietarios de un prospero rancho y de caracteres antagónicos: Phil es inteligente y cruel, mientras que George es un tipo pusilánime y dócil. Cuando George se casa con una viuda del pueblo y se instala con ella y su afeminado hijo en el rancho, Phil comienza a verter sobre ellos “el poder del perro” con una hostilidad brutal, con todo el rencor que siente hacia ese mismo mundo y ese mismo tiempo que le han condenado a ocultar, bajo la impostada fachada de masculinidad que se le supone a un cowboy, una homosexualidad latente y siempre negada bajo infinitas capas de testosterona y rudos ademanes.

Filme complejo y fascinante

El poder del perro es un filme complejo y fascinante, lleno de elocuentes silencios, arrebatadamente moderno pero armado como un clásico. En sus poco más de dos horas de metraje laten con fuerza resonancias del cine de John Ford o Sam Peckinpah, pero también sus largos y bellísimos planos como viñetas evocan a esos cuadros de Edward Hopper que parecen capturar el mundo en un estado de suspensión permanente, atemporales.

Estamos ante un wéstern en el más puro sentido del género, en la contraposición de los conflictos íntimos ante la naturaleza salvaje, en el retrato de ese mundo de hombres enfrentados a la inmensidad de los grandes espacios. Aunque también es un wéstern diferente y único, enfocado desde dentro, desde un laberinto emocional más sugerido que contado, poliédrico, donde cada gesto de los personajes cobra una importancia sustancial.

Y donde las precisas y preciosas fotografía o puesta en escena convierten su visionado en un experiencia más cercana a lo sensorial que a lo reflexivo. Algo que sin duda impone escoger la pantalla grande a la hora de sumergirse en esta obra mayúscula. Esta es la clase de película que convierte en innegociable la supervivencia de las salas de cine.

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