Del ecologismo improductivo y otras hierbas

Agricultura.

Por Roberto Carro Fernández

Tengo una pequeña viña que me mantiene ocupado algunas horas durante los días de verano. Un reclamo natural que completa los quehaceres de eso que toda la vida ha sido ir al pueblo y que ahora llaman -en plan muy zen- “hacer turismo rural”. El paraje de La Mesa, fue aprovechado en otro tiempo para cultivar viñedo; de tal modo que sus laderas constituían una especie de ribera autóctona donde se producía el caldo que luego se envejecía en las bodegas.

En esas horas en las que el flamígero sol es vencido por la proximidad y dominancia del dios Tilenus, cayendo a sus pies hasta ser devorado, aprovecho para ir a hacer pequeñas labores como: cavar las calles de malas hierbas; podar en verde para poner freno al vicio vegetal improductivo y reconducir la savia hacia los racimos; deshojar la cepa en sus partes bajas para que el sol y la brisilla penetren mejor entre los racimos y favorecer de este modo la maduración.

En fin, una suerte de entretenimiento que mantiene a buen nivel esa comunión y compromiso, en una parte infinitesimal, eso sí con la madre tierra. A renglón seguido, sobra decir, pues, que los fungicidas para combatir el mildiu o el oídio.

Son de contacto y naturales de tal modo que la cosa se mantenga dentro de ese equilibrio que se pretende. Consciente por otro lado de que, arriba, en el Páramo, la orquesta lleva el ritmo que imprimen las nuevas tecnologías de producción agraria, los planes de modernización del regadío y toda una suerte de artificios que condicionan -y de qué manera- la vida de quien ha optado por vivir del campo. O estás dentro, o estás fuera. No hay medias tintas. Y a ello voy.

El otro día estaba en la nave de mi amigo Toño y me dice que le ayude a cargar unas cuantas garrafas de sulfato en la furgoneta. Mientras lo hacemos, enumera en voz alta cómo se administra cada producto en función de las hectáreas a tratar. Del producto A: un litro por hectárea; del producto B: quinientos centilitros por hectárea; del producto C: trescientos centilitros por hectárea. Son para la grasa, para la hierba de hoja ancha, para el gusano gris, para la araña roja.

“Oye, ¿cuántas hectáreas incluyen los nuevos planes de regadío?, le pregunto. A lo que me contesta: ”Más de sesenta mil. Sube al puente que libra la autovía de camino a la estación y hasta donde te alcance la vista“.

Y yo, que puedo ver cada metro cuadrado de esas sesenta mil hectáreas regadas por los productos en cuestión, intento persuadirle con una descarga de proyectiles de conciencia ecológica que trata de menguar el cambio climático, el descerrajamiento de la capa de ozono, el deshielo de los polos, la deforestación incontrolada, la elevación de la temperatura y la desertización del planeta.

Hasta bajar al uso abusivo de los pesticidas, la contaminación de los acuíferos y toda una retahíla de daños colaterales. Pero me doy cuenta de que sólo son salvas de artificio; pues Toño -que sigue absorto en su trajín de acá para allá- asiente con leves golpes de cabeza a medida que le voy soltando el argumentario en plan activista de Greenpeace.

Hasta que al final me mira directo, sentenciador, y concluye: “Ya, pero si yo no echo esto a la tierra, tú, yo y el resto de los semovientes que habitamos este planeta con fecha de caducidad, no comeremos una buena fabada con chorizo y panceta; no echaremos maíces a una ensalada de lechuga y tomate, ni vamos a tener harina que amasar para el pan que papeamos a diario. Son las reglas, y yo no los hago; solo me limito a cumplirlas. Que hagan de la cuestión del irse al carajo un asunto de Estado, serio y sin componendas. Si es que aún estamos a tiempo”.

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