Yo no fui al colegio, fui a la escuela…

escuela antigua

Margarita Álvarez Rodríguez, filóloga y profesora de Enseñanza Secundaria.

Hace 50 años, en aquellas pequeñas escuelas, el material didáctico era escaso: mapas en los que podíamos localizar lugares lejanos como Pernambuco y otros en los que también aprendíamos que León comprendía cinco provincias: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia. Años después, no supe nunca cuándo ni por qué, a la región de León se le quitaron dos de esas provincias: Valladolid y Palencia. También aprendimos que los de esa región éramos leoneses y los de Castilla, castellanos. Los guajes leoneses actuales han perdido ya su identidad geográfica y política, y hasta están perdiendo la cultural.

La biblioteca escolar con que contábamos entonces era mínima y los libros estaban muy desgastados por el uso. Recuerdo que un libro de lectura que nos seducía de forma extraordinaria era el titulado “Lecturas de Oro”, de Ezequiel Solana. También leíamos y releíamos el libro “Corazón” de Amicis (las peripecias de Marco en su viaje de “De los Apeninos a los Andes”). De pocos más materiales disponíamos, salvo el encerado, la pizarra personal (escribir y borrar: ¡eso sí que era reciclar!), el pizarrín y el cabás. Había dos tipos de pizarrines: los duros y los blandos, que eran más estimados, porque se deslizaban con más facilidad y el esfuerzo para escribar era menor. Luego llegaría la pluma que se mojaba con la tinta que contenía el tintero, y con ella empezábamos a usar los cuadernos. Y si adeprendíamos bien, salíamos bien enseñados, y, poco a poco, abandonábamos la escuela y nos íbamos a estudiar a la capital.

Aquellos padres que tenían solo estudios muy irregulares y elementales tuvieron el acierto de prescindir del trabajo de sus hijos, con notable esfuerzo económico y rectitud moral, para enviarnos a estudiar a la ciudad con la ilusión de que “fuéramos más que ellos”. Y nosotros nos esforzábamos para conseguir y mantener una beca que nos permitía continuar estudios. Desde aquí un homenaje a esos padres que, desde su escasa formación y desde aldeas remotas, consiguieron que sus hijos fuéramos universitarios. También mi homenaje para los maestros, que con esfuerzo e ilusión hacían nuestros sus conocimientos y despertaban en nosotros el deseo de conocer otros mundos.

Aquellos niños, que completábamos la alimentación con la leche en polvo, queso y mantequilla que llegaba a nuestras escuelas de la ayuda americana, que nos calentábamos con una mísera estufa de leña que debíamos encender y atizar nosotros mismos, que llegábamos a veces a la escuela por una pequeña buelga espaleada en la nieve, nos incorporábamos al Bachillerato con un examen de ingreso (¡con solo diez años!). Aquel examen de ingreso nos introducía en el instituto y en el mundo urbano. Más tarde vendrían la Reválida de Grado Elemental (14 años), la de Grado Superior (a los 16) y la Prueba de Madurez del Preuniversitario que nos daba acceso a la universidad. Y después de tanta exigencia académica, no tenemos ningún trauma: ¡hemos sobrevivido en cuerpo y espíritu!

¿Y cuál fue la clave? A pesar de que el método educativo no era el mejor de los posibles, el deseo de aprender y el temer asumido que se aprende, desde el respeto y con esfuerzo, nos llevó a valorar los conocimientos académicos y a las personas que los transmitían.

...es triste y preocupante ver a algunos niños, que se sientan o pasan ante lo que fueron en otra época las escuelas de sus padres o abuelos, y no ven lo que les rodea...

En la educación de entonces todo estaba basado en el sí señor y el mande usted. Y si éramos un poco díscolos en la escuela, nos castigaban de rodillas con los brazos en cruz, y cuando llegábamos a casa el castigo se duplicaba y recibíamos unagalleta, un níspero, unas ñalgadas, un torniscón, un mosquilón, una tulipanda, nos calentaban el culo o nos zurraban la badana. Pero, en general, obedecíamos y no eran necesarios esos castigos. Éramos niños bien mandaos, porque si alguno era menos diligente, pronto era acusado de folgacián. Aunque había poco tiempo para folgar, pues a los niños se nos encomendaban muchas responsabilidades y esforzados trabajos. Poco tiempo nos quedaba para jugar, pero aprovechábamos a la caída de la tarde, en verano, para juntarnos la rapacería y correr por las calles, eras y huertas. La maya, era uno de los juegos preferidos. Así, a pesar de que los pueblos eran pequeños, a la tardecina, en el buen tiempo, se oía un buen jingrio, porque se reunía todo el comicio. En invierno, en las veladas o filandón, nos entreteníamos jugando al enduño, contando cusillinas u oyendo romances y leyendas a nuestros mayores. Esa literatura oral tan leonesa que quizá explique la eclosión literaria actual.

Nuestros juegos tenían solamente los límites de nuestra imaginación. Aquellos niños éramos de buen conforme, teníamos pocos juguetes y menos antojos. Tampoco sabíamos qué eran las chuches, solo nos llegaban los perdones cuando nuestros familiares viajaban fuera o asistían a alguna fiesta en la que había carameleras. Nuestros Reyes no pasaban de un sencillo aguinaldo de nueces, castañas y algún dulce.

De esos lugares, a los que seguimos apegados, salimos muchos omañeses que hoy vivimos fuera de la tierrina, con una educación muy elemental en lo académico. Sufrimos duramente el choque urbano, que logramos superar, porque el deseo de tener más amplios horizontes era más importante que cualquier miedo. Mirado desde la distancia, se podría asegurar que un niño de diez años de entonces no sabía menos que un niño de la misma edad de hoy. Evidentemente no teníamos conocimientos relacionados con nuevas tecnologías, precisamente porque son nuevas, pero, a cambio, nuestras experiencias eran muy ricas en todo lo relacionado con la naturaleza, con la que convivíamos armónicamente. Y, en ese mundo natural, madurábamos como personas. Aprendíamos a aprender, eso que ahora parece el gran descubrimiento educativo. Descubríamos qué era la fortaleza. Y con ella resistíamos las decepciones, asumíamos, si es que existían, las frustraciones. Y no se veían adolescentes con depresiones, ni con bulimias o anorexias.

Hoy es triste y preocupante ver a algunos niños, llegados a nuestros pueblos, que se sientan o pasan ante lo que fueron en otra época las escuelas de sus padres o abuelos y no ven lo que les rodea. A su alrededor, siguen cantando los gallos, maullando los gatos, pasando la cigüeña... Llega el olor a tierra mojada, hierba recién segada, flores... Pero su vista está fija en una pantalla... y su oído ajeno a los sonidos de la naturaleza. No necesitan conectar con ese ambiente exterior, porque ellos están siempre “conectados”: los animales son virtuales, los amigos virtuales, los abrazos virtuales..., pero la soledad, el individualismo y la incomunicación son reales. No hablan entre ellos, no cantan... Pero, ¡oh sorpresa!, un día se ponen a jugar a lamaya y descubren que se puede correr, gritar, estar expectante...; que existen juegos de grupo; que pueden divertirse: en suma, que existe la vida fuera de una pantalla.

Parece, por un momento, que ha renacido la esperanza. Han vuelto a encontrar la sencilla, pero escondida, senda de la sana diversión que lleva a la felicida. Ilusión, compañía... y, mucha, mucha imaginación, remedios infalibles contra el fracaso, el aburrimiento y las frustraciones infantiles.

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