Una caja de madera por Navidad

Hijo de Máximo Soto Calvo con una radio

Máximo Soto Calvo

Avanzaba con decisión por el pasillo. Su ampulosa presencia no podía menos que reclamar mi atención, dada la amplitud que le daba el capote que portaba como abrigo. A pesar de mi corta talla y escueta envergadura infantil, hube de apartarme para dejarle el paso expedito. Era áspero el paño caqui de su poncho de reminiscencia militar; lo pude notar cuando el amplio vuelo de la prenda me rozó la cara. Una ligera molestia que no me impidió fijarme en una gran bolsa de fuerte tela que llevaba colgando en la mano derecha.

Venía acompañado de mi padre, eso me tranquilizaba, y más aún escuchar como charlaban sobre el emplazamiento de un supuesto aparato que denominaban 'receptor'. Tal vez un complemento para nuestra casa familiar.

En la sala de estar, sobre una mesa redonda, siguiendo la indicación de mi padre, posó la bolsa de la que no tardó en sacar de su interior lo que en principio me pareció una bien pulida caja de madera. No era muy grande, y llamó poderosamente mi atención contemplar cómo el desconocido la posaba con gran cuidado.

Dando una rápida vuelta alrededor de la mesa camilla, pude contemplar en la cara que parecía ser la principal, un redondeado hueco en la parte izquierda, que, aún siendo grande, no permitía ver el interior pues estaba cubierto por una especie de fina red de tela dorada. En la derecha, al mismo nivel, destacaba algo así como una esfera de reloj tosca y sin cristal protector, pero en su centro no había dos manecillas convencionales, sino una pequeña pieza plana redondeada, un círculo del que, en un punto de su contorno, nacía una sola punta de flecha. Al parecer, la pieza podía girar sobre un eje central, gobernable mediante uno de los dos sobresalientes botones emplazados debajo de ella.

Se notaba que en el ensamblaje de las paredes había puesto el artesano ebanista todo su mejor empeño, aunque no llegara a borrar el punto de rusticidad manual. Entre ambos círculos, ventana y esfera, la gubia no demasiado diestra del artesano, quiso dejar marcado un detalle, tallando en supuesto bajorrelieve, lo que se asemejaba a un león rampante como el del escudo leonés. Conjunto que venían a otorgarla, una especial y buscada singularidad externa.

Pero la clave no estaba en eso. El desconocido, abriendo a modo de portezuela la cara posterior, mostraba con orgullo un contenido, para mí inesperado: cables y piezas extrañas incorporadas a una base metálica de la que emergiendo destacaban tres, o tal vez cuatro, pequeñas bombillas no esféricas, sino cilíndricas.

Absorto contemplaba aquel 'invento', hasta que escuché cómo, dirigiéndose hacia mí, el desconocido decía: “Es un aparato de radio, niño”. “Pronto podrás escuchar su sonido, voces y música; te gustará.”

Dicho esto, se concentró en desenrollar un cable en cuyo extremo aparecía un enchufe eléctrico. Esto no me resultaba desconocido, pues era muy parecido al de la pequeña estufa eléctrica que caldeaba la sala.

Tal como hablaba y lo manejaba el hombre de capote, parecía ser el constructor. Y ciertamente lo era, pues no tardó en afirmar, nuevamente dirigiéndose a mí: “lo he hecho para vosotros”. Y al notar la atención que le prestaba, continuó:“ La antena que capta la onda está en el interior. Me miraba con fijeza, tal vez esperando ver mi reacción; yo, atónito, apenas si pude ir más allá de efectuar con la cabeza un leve movimiento afirmativo.

Por decisión de mi padre, el lugar elegido para colocar la caja, el receptor, debo decir ya, fue una pequeña mesa adosada a la pared, que hasta ese momento soportaba tan sólo una lámpara para iluminar en determinados momentos la estancia. Perdía así el aplique luminoso su puesto central y preferente, en favor de aquel novedoso invento.

En la misma base de enchufe eléctrico insertó el del receptor. Espero unos momentos antes de actuar sobre uno de los botones. Un ligero clic fue la respuesta, momento en el que pasó la mano al otro, y girándolo con suavidad conseguía que acompasadamente lo siguiera aquella extraña aguja de reloj.

Nada, las maniobras eran fallidas, no se percibía sonido alguno. “Deben ser las válvulas”, apuntó contrariado y a modo de disculpa. ¡Válvulas había dicho! Y lo que parecía apretar, una vez que retiró la tapa posterior, eran aquellas extrañas bombillas cilíndricas. Una a una las fue presionando, lo hacía con la delicadeza de quien maneja un material frágil, y espera el mejor resultado de tan metódica operación.

Resultaron exitosos los retoques, pues, repetidas las maniobras iniciales, de la ventanita circular de terciopelo dorado, parecía salir una música que fue subiendo de volumen a medida que el técnico giraba el botón derecho. Ya tenemos aquí la onda, dijo.

Moviendo su mano derecha por debajo del capote, consiguió sacar unas gafas que no tardó en colocarse. Y mirando atentamente la posición de la aguja, anunció: es EAJ 63. Una información que nos resultaba técnica, y que hubo de aclarar a continuación: La emisora captada es Radio León.

Finalizada la música se dejó oír una voz, debía serle muy conocida al mecánico, pues prontamente anunció es Alberto García, algo que a nosotros en el aquel momento no nos decía nada.

Culminada la peripecia, pasó a dar unas ligeras nociones de cómo manejarlo. No era complicado. Pronto mi padre le confirmó que ya estaba en ello. “Eulogio —le dijo mi progenitor— estamos conformes”.

El hombre del capote, cuyo nombre, al parecer, era Eulogio, se despidió con un “hasta otro día” que pareció premonitorio, pues el receptor, apenas transcurridos un par de semanas, empezó a fallar, reclamando de tal modo su presencia. De modo que, con su inseparable capote y una cartera de herramientas, hubo de volver una y otra vez. Se hizo tan repetitiva su presencia que llegó a parecerme uno más de la familia. Me agradaba verle y seguir su peripecia reparadora.

Con gran paciencia se sentaba en una silla, y con el receptor posado sobre la mesa de la cocina, en la que también colocaba sus herramientas, actuaba en las entrañas del aparato. Durante meses seguí con gran atención sus maniobras, su habilidad para soldar y arrancar condensadores me parecía toda una aventura, que, en verdad, siempre conseguían recuperar la audición en la caja sonora.

Creo, ahora en la distancia, que sus visitas siempre fueron gratuitas, había cobrado una cantidad por su caja de radioaudición, la obra de un técnico enamorado de su trabajo, y lo demás, subsanar los fallos, resultaba para él un verdadero compromiso personal.

Eran años malos, según escuchaba en casa, años que muchos llamaban “los del hambre” y todos sabían al citarlos así, que se estaban refiriendo a los cuarenta. La guerra incivil entre españoles fue la desencadenante de penurias sin cuento.

Escuchar la radio llegó a ser más una necesidad que una afición; la música, los relatos o las noticias suponían un acicate al que ya era difícil renunciar. De ahí que mis padres decidieran comprar otro aparato de radio, poniendo buen cuidado en que no les resultara muy gravoso para la economía familiar. Eligieron un Philips que les habían recomendado. De tal modo que pocos día antes de que se iniciara la Navidad, a casa llegó otra caja, esta de cartón, y al receptor que contenía, en grandes letras, lo calificaban de superheterodino.

En mi recuerdo ha quedado sobreimpuesta la frase de mi padre lanzada con rotundidad ante el nuevo receptor: “a partir de hoy ya no dejaré de escuchar el parte”. Pronto supe que era ésta una frase heredada de la contienda bélica, trasladada como sobrenombre a las noticias nacionales e internacionales, que bien filtradas por imposición gubernativa, a mediodía y por la noche, se emitían al unísono en todas las emisoras de ámbito nacional.

Fue toda una decepción para Eulogio, que trató de encajar su derrota, cuando mi padre le dijo: “Puedes llevar el que confeccionaste, hemos comprado éste que ves”. Sentí pena, y en su respuesta: “Mañana vendré a por él”, creí percibir el tono amargo de un fracaso.

Al día siguiente, al abrir la puerta, me sorprendió verlo sonriente, pues aún siendo amable no se prodigaba en sonrisas. Puede que su niñez en el Hospicio del Obispo Cuadrillero, y su soledad posterior, le confirieran una aparente adustez. Tras un sorprendente “hola” animoso, me mostró un envoltorio pequeño que traía en la mano: “Es un regalo para ti”. Tal vez para premiar mi fidelidad contemplando en silencio sus trabajos de reparaciones. Callados momentos que nos habían otorgado a ambos cierta complicidad.

Mientras lo desenvolvía, fue diciendo: “Es una radio galena, te enseñaré a manejarla y podrás escuchar alguna emisora en tu habitación”.

Pronto la pude ver... ¡Era otra caja! Ésta reutilizada, pues en su otra vida había contenido los cigarros puros conocidos como 'farias'; y ahora en su interior, que me mostraba, pude ver cables, lo que llamaba condensadores y como fundamental una piedra de galena. “Con esta aguja de fino alambre, estabilizada mediante el muelle, se consigue seleccionar en la galena alguna emisora en onda media. La escucharás a través de estos auriculares”, dijo Eulogio con voz persuasiva, mientras me los mostraba. Eran viejos, pesados y desiguales, pero no importaba. ¡Todo iba a ser mío! Un lago cable que partía de ella actuaba de antena.

En la tapadera había colocado con esmero, mediante una calcomanía, un león rampante. Modesto y sencillo regalo. ¡Inolvidable! Ambas cosas movilizarían en mi: el león un sentimiento hacia mi tierra leonesa, y la radio una afición que iría de la audición a la emisión. Ser radioaficionado, y poder lanzar la voz allende los mares sería toda una pasión, aunque para que ésta tomara cuerpo hubieran de transcurrir quince navidades más. Fiestas en las que siempre recordaba, aunque ausente, al hombre del capote caqui como uno más de la familia.

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