Agustín Montero, In Memoriam

Comunidad Educativa Marista

Hace más de tres años llegó en septiembre el hermano Agustín al Colegio Marista San José de León.

Nos habían dicho que venía un hermano de Burgos a León. Como iban pasando las primeras semanas de septiembre y no llegaba, algunos le llamábamos, jocosamente, el hermano virtual.

Y digo esto porque en un mundo donde pensamos que todo es sustituible, hasta la figura del profesor, por máquinas, quedan todavía seres insustituibles.

La figura del profesor es permutable. La del maestro, no. Y Agustín, el hermano Agustín era y es insustituible. Porque era (y es) un maestro.

Agustín era de la raya de Cáceres y Salamanca. Y como tal ejerció. Dos fueron sus espejos: el poeta y maestro Gabriel y Galán, y Miguel de Unamuno, catedrático, humanista y rector de la Universidad Salmanticense. Los que provenimos de esa zona serrana tenemos iconos pedagógicos apegados a la tierra.

Gabriel y Galán influyó en él, en su acervo popular. Con su bandurria animaba cualquier fiesta que se preciara. Y llevaba sangre de maestro en sus venas. Nunca olvidó el deje castúo de su pueblo ni a su «Benditu Crihtu». Para Agustín, «predicar y dar trigo», era maridar la docencia con un buen puñado de gavillas de atención y desvelo a sus alumnos.

Unamuno le dio el coraje, la verdad y la lucha. Agustín fue siempre un hombre de Iglesia, como buen hermano Marista. Sin embargo, también vivió en sí el espíritu de renovación eclesial del Concilio Vaticano II. Y también le dolían aptitudes eclesiásticas que no llegaba a comprender, pero que tamizaba y remecía con suavidad y entrega en su corazón.

Supo contagiarnos a toda la comunidad educativa del San José de su vivencia real del Evangelio.

Agustín amaba la naturaleza. Cualquiera que haya estado en la Casa de L´Hermitage en Francia, cuna del Instituto Marista, sabrá que la naturaleza es el templo de Dios hecho Edén de Creación. Porque sólo la naturaleza, con su belleza y su dureza, puede fascinar tanto al hombre de hoy como el Evangelio fascinó a Marcelino Champagnat en los montes de La Valla.

También tenemos que dejarnos hoy llevar por este espíritu del Hermano Agustín y seguir educando a nuestros alumnos y alumnas en la gratuidad del Evangelio, en el esfuerzo del ser humano y en la grandeza de la naturaleza.

Agustín fue a preparar, con otros hermanos, la Pascua de los padres de los hermanos. Y, sin saberlo, porque como dice el Evangelio «no sabemos ni el día ni la hora», preparó su Pascua, el encuentro con Cristo Resucitado de la mano de María, la Buena Madre y la ayuda de las manos de un pastor, presbítero, fabricante de clavos y educador que nos legó esta gran obra, la Institución Marista.

Todo de manera callada y en el fulgor de la fuerza natural del agua brava. La vocación de Agustín nació en el Gier y continuó en el Zela; entre Francia y Portugal. Y en medio, en tierras españolas, hemos disfrutado de su torrente de vida.

Nosotros tenemos que continuar la obra de Marcelino y de Agustín. Porque hay un grupo de extraordinarios alumnos y alumnas de 2º de Bachillerato que le sigue esperando a él todas las mañanas. Y en su lugar, insustituible y por su pérdida irreparable, seguiremos nosotros.

Finalizo con la oración mortuoria unamuniana:

«Méteme, Padre eterno en tu pecho, misterioso hogar.

Dormiré alli, pues vengo deshecho, del duro bregar».

Agustín Montero García. Descansa en la Paz del Señor.

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