Del Pozo María al de Emilio del Valle, los muertos que no son responsabilidad de nadie y las heridas que aún sangran
“Manolín era un niño de 40 años”, recuerda su padre, “cuando venía a casa estrujaba a su madre, la apretujaba, la levantaba, era capaz de hacer cualquier cosa con tal de reírse. ¿Cómo no lo vamos a echar de menos?”. Llevaba 20 años trabajando en la mina. El 28 de octubre de 2013 estaba en el macizo del séptimo del pozo Emilio del Valle, a casi 700 metros de profundidad. Apenas le quedaban seis o siete meses para prejubilarse. Su padre, Manuel Moure, toma café en un bar de Ciñera cuando escucha los primeros rumores. Llega corriendo a casa y le dice a Toñi, su mujer, que va a llamar a la empresa para enterarse de qué ha ocurrido. Al otro lado de la línea lo despachan con un 'no le puedo decir nada'. Coge el coche y ya en Llombera de Gordón, localidad donde se encuentra la mina, aparca y un chico se acerca para darle el pésame. “Así me enteré de la muerte de mi hijo y esas son todas las noticias que hemos tenido por parte de la empresa hasta ahora. Ninguna”. En otro taller y a la misma hora, trabajaba ese día el minero Roberto Crespo. Por el teléfono interno escucha que algo ha ocurrido. Sin saber realmente qué, acude al séptimo y se encuentra con la reanimación de la primera víctima. Crespo, y otros muchos, entran al pozo para rescatar a sus compañeros, porque el minero aprende pronto que dentro de la tierra solo tienes al de al lado. Sin ventilación y sin el oxígeno suficiente, el grisú amulado entra en los pulmones de Roberto y se desmaya. La jornada se salda con seis fallecidos y ocho heridos. Las noticias vuelan. En la casa de José Real Saavedra, en la cuenca vecina de Villablino, la familia vuelve a estar de luto. “Pasamos toda la semana llorando, asistimos al funeral, nos volvieron todos los recuerdos”, dice Saavedra. Por los muertos recientes y por los pasados, por el olvido al que te relegan y la soledad que te acompañará siempre. Entre el accidente del pozo Emilio del Valle en 2013 y el del pozo María en 1979 transcurren 34 años y ninguna condena.
“La mina llevaba tiempo avisando”, dice Laura Alonso, esposa de Roberto Crespo, uno de los heridos en el accidente del pozo Emilio del Valle (este martes se dirime el rumbo del proceso judicial tras casi ocho años de instrucción). También Adolfo Real, padre de José Luis Real, llevaba más de una semana comentando en casa que allí dentro hacía muchísimo calor, que no era normal y que iba a pasar algo. Y tenía razón. El miércoles 17 de octubre de 1979 a las 16.00 horas entró en el pozo María de Caboalles de Abajo con el segundo relevo. Entre la tercera y la quinta planta, en un taller de la capa 13 a unos 450 metros de profundidad el grisú se había acumulado, según explica el periodista y escritor Chema Gómez Pontón, por una cadena de errores. El coladero o pozo principal había quedado atrancado en el primer relevo y no existía un coladero auxiliar para garantizar la ventilación, lo que ya era un incumplimiento de las medidas de seguridad. A las 16.20 horas, la chispa de una locomotora provocó una explosión que acabó con la vida de diez mineros. “Se sabe con exactitud que fue en ese momento porque los relojes de algunos de los mineros estaban parados a esa hora”. Tampoco en aquella ocasión la empresa se puso en contacto con las familias.
“Mi padre no tenía que ir en ese relevo, le había cambiado el turno a un compañero que tenía que ir al dentista”, dice Saavedra. Los vecinos fueron llegando a casa de su madre. “Seguramente habrían oído rumores y querían acompañarla, pero nadie decía nada”. Así se enteran las viudas y los huérfanos de la mina de las muertes, por el boca a boca, los silencios que estremecen y el ruido de las sirenas. Despedirse de él a través del cristal que tapaba su caja es el último recuerdo que guarda de su padre. “Yo quiero entender a todo el mundo, ser objetivo, pero en esto no soy capaz. Ha habido mucha gente vendida y no solo los de arriba”. Según cuenta Chema Gómez, que ha investigado el accidente concienzudamente, jamás se hizo autopsia a los cuerpos de los fallecidos, prueba que hubiese determinado que en sus pulmones había grisú. La versión oficial fue 'accidente producido por un golpe de techo'. “En el telediario de esa misma noche y sin tener ningún informe, ya se estaba descartando el grisú como causa, incluso el ministro de Industria, Carlos Bustelo, vino a decir que la responsabilidad era de los mineros”.
La MSP, propietaria del pozo María, era la empresa carbonífera privada más importante de España y el presidente del consejo de Administración, el Conde de los Gaitanes. “Ir contra eso era ir contra el franquismo”. No todas las familias denunciaron, porque al drama emocional de la pérdida había que sumar el económico. “Nosotros salimos adelante por los huevos de mi madre, que se puso a trabajar en una granja de pollos e hizo lo que hiciera falta”, relata Saavedra. Y es que la pensión que les quedaba a las viudas entonces era ínfima y las prácticas intimidatorias de las empresas, habituales. Negarle el trabajo en la mina a tu hijo, por ejemplo, en una cuenca que vivía casi exclusivamente del carbón, fue un chantaje común. La desunión entre los sindicatos también marcó el accidente. “Una brigada del Soma-UGT de Asturias se ofreció voluntaria para participar en las labores de rescate que duraron dos días, pero finalmente no les dejaron”, apostilla Gómez Pontón. Las cinco familias que denunciaron perdieron un juicio en Ponferrada y otro en León. Fueron 10 homicidios imprudentes que de haber sido condenados habrían supuesto un coste para la empresa de más de 30 millones de la época. Pontón habla de rumores falsos, intrigas, desaparición de pruebas y todo tipo de trabas que hoy les resultan familiares a las víctimas del accidente del Pozo Emilio del Valle.
Aquí estaban acostumbrados a que si había algún accidente te daban un dinero, colocaban a tu hijo o a tu sobrino en un buen puesto, y te callas
Así explica Manuel Moure, padre de uno de los seis muertos en Llombera de Gordón, que muchas personas aún le digan eso de 'para qué denuncias, si no va a servir de nada, si va a ser peor'. “Por la dignidad de nuestro hijo y de los otros cinco fallecidos y ocho heridos”. También Laura Alonso y Roberto Crespo aseguran sentirse desprotegidos por la justicia y por los sindicatos. “Todos los fallecidos estaban afiliados y ningún sindicato se ha personado como acusación, ninguno ha denunciado a la empresa”. El comité de Seguridad y Salud, formado por sindicalistas de las cuatro organizaciones con representación (CCOO, UGT, USO y la Asociación de Vigilantes), nunca presentaron el informe requerido por Minas, que sí les dio la razón en su informe del 2014 asegurando que ni la ventilación era correcta ni estaba bien ubicada. “Aunque sabíamos que era un sitio peligroso confiábamos en que se estaban tomando las medidas de seguridad apropiadas y que lo tenían controlado”, explica Crespo. “Hicimos las huelgas por la empresa, fuimos a cortar carreteras, a jugarnos que nos dieran un pelotazo, estuvimos meses sin cobrar, para que al año siguiente se mueran seis personas y nadie mueva un dedo”, concluye Laura.
Ni fortuitos ni causales. Después de las grandes movilizaciones del 2012, el del 2013 fue el último gran accidente minero en España. Ocho años después ya no hay minas, ni responsables, pero sí heridas, duelos a medias y mucha lucha. Moure va a menudo al lugar donde descansan las cenizas de su hijo y le dice “Manolín, ya sé que es mucho pedir, pero échanos una mano para fastidiar a estos cabrones”.