Memorias de la montaña (II): el tren

Tren Hullero de La Robla a Bilbao en la estación de Boñar.

El tren era el cordón umbilical que unía Boñar con el mundo. Como en los tiempos de la colonización del Oeste americano, ese viejo ferrocarril se acercaba al anden como  en las películas clásicas de John Ford, como el mejor inicio posible de cualquier aventura, como una promesa de cambio ruidosa y expectante. En aquellos tiempos que estamos evocando, antes de que el milagroso desarrollo económico de los años sesenta llenará el país de Seiscientos y la clase media pudiera por fin acceder a un automóvil, el tren era casi el único medio de transporte que permitía la movilidad de personas y materias primas, era sinónimo de progreso. Y ese ruidoso convoy de vagones que soplaba un humo tan negro como el carbón que florecía en nuestro subsuelo y que había traído la prosperidad a la montaña, marcaba un cotidiano punto de inflexión en la vida de la villa cada vez que llegaba, articulando los días y deteniendo por un rato las rutinas de los vecinos. Ese tren era la señal inequívoca de que el mundo seguía girando. 

Cuando se acercaba el momento de la llegada, anunciada por un silbato que rompía el silencio con una aguda estridencia y que ya insinuaba un maravilloso desorden de trastos y paisanos, los carros de caballos comenzaban a acumularse en la estación, para salir minutos después rebosantes de todo tipo de alimentos o enseres. Un mozo de almacén se encargaba de sacar del tren los preciados productos, fueran rollos de tela, medicinas, garrafas de aceitunas, enormes cubas con 300 litros de vino o el bacalao, que se enviaba en bacaladas enteras, dentro de sacos hechos con yute. Y todos los días se repetía ese mismo ritual de carga que mantenía vivo el suministro de los pueblos de la montaña, algo especialmente esencial durante los largos y crudos inviernos. El ferretero y el tabernero, el tendero y el boticario, todos acudían puntualmente a su cita con esa serpiente de hierro que traía su panza llena de encargos. 

Cuando no había colegio, pequeños grupos de niños ociosos acudían también a recibir el tren, a mirar todo ese barullo de cajas y de gente con los ojos como platos. Corrían alrededor de los caballos y asistían embobados al ambiente que generaba el comercio y la charla, observando con curiosidad a los forasteros y a alguna que otra chavalína que venía de la capital para pasar unos días con los abuelos. Décadas después, muchos de los hijos y nietos de esos mismos niños se besarían por primera vez en los bancos de esa vieja estación de tren, con nervioso rubor y amparados bajo la luz de la luna en alguna noche de algún verano. O compartirían una botella de mistela con la pandilla, entre risas y tonterías primero, para descubrir poco después lo mal que puede sentar al estomago ese empalagoso y barato vino dulce. Y pasados los años, muchos de ellos también se irían del pueblo en ese ferrocarril, algunos para no volver. Porque el tren era también el primer paso hacia otro futuro, hacia el vasto y maravilloso mundo por descubrir más allá de este pueblo al que muchos ya solo regresarían de tanto en tanto, quizás para volver a sentarse en uno de esos bancos de la estación y viajar al sur de la memoria, para confrontar el paso del tiempo, ese otro tren inexorable que nunca se detiene.

👉 Continúa en la entrega III: el vino

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