Hace muchos, muchos años en una galaxia muy lejana y en una boda de cuyos contrayentes no quiero acordarme –seguro que ahora están divorciados– un amigo, mientras la pareja robustecía su vínculo y nosotros fumábamos fuera del templo, me aseguró muy serio y varias veces que lo importante en estas ceremonias y convites era saber estar. Fue repitiendo tal leitmotiv aquella tarde en repetidas ocasiones con alcohólica –fue hace tanto que ni siquiera intervinieron alcaloides– rotundidad, diferentes tonos de voz, convicción creciente, y articulación decreciente. Creo que incluso lo fue enriqueciendo con proposiciones del tipo ser un señor o un caballero, término este último que le sonaba, supongo, porque se lo decían mucho como vocativo en la frase está usted montando un espectáculo. Por supuesto, trató de propasarse con todas las invitadas de nuestro banquete y yo creo que hasta con las de otros enlaces y salones, tropezó en la pista de baile, intentó en tres ocasiones no consecutivas arrebatarle el micrófono al cantante de la orquesta, se ató la corbata a varias partes del cuerpo, se vomitó encima y acabó dormido en unos escalones de mármol. Puedo soportar de la derecha –tampoco tengo elección– muchas cosas, pero cuando hablan de educación y se muestran a sí mismos como ejemplo, debo confesar que me irrito un poco. No tanto como para agarrarme los huevos en los estadios, ni vocear ¡qué hijo de puta! en tribuna de invitados del Congreso de los diputados, ni tirar botellas en el Ayuntamiento de Madrid, ni enseñar el dedo anular en las Cortes de Castilla y León, ni pasear muñecas hinchables por las calles, ni gritar consignas fascistas con un megáfono… pero me molesta oír hablar de modales a algunas personas que ofenderían a una partida de linchamiento y deshonrarían un establo.

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