Comala o Maragatería
El verano llega como un vendaval. La huerta explota y ya no das abasto para consumir todo lo que ofrece. Entonces haces conservas y piensas, una y otra vez, por qué tanta gente está comiendo basura a precio de oro. Y te lamentas. Pero sonríes a la vez, porque no es fácil tomar el camino complicado que elegiste, pero sí lleno de satisfacciones, aunque muchas veces lo sean a largo plazo.
Lo que la naturaleza enseña, entre otras cosas, es que no hay tiempo lineal que valga: que todo es cíclico, que correr no sirve de nada, que la paciencia y la delicadeza con la que debes entenderla para tratar de domesticarla lo justo, es crucial. Así nacen los mejores alimentos, los que alegran las cenas luminosas del verano, pero también las cremas congeladas que en el invierno que vendrá serán cruciales para calentar el cuerpo y el corazón.
Tras un día de trabajo en el huerto y de hacer conservas en el interior cuando aprieta el sol, freno y miro el paisaje. Así descubro que en él habitan fantasmas. No les tengo miedo, al revés, cada día me sorprende uno distinto. Ayer, por ejemplo, me hablaron de que la vieja morera que está en mi terreno era un manjar para los niños que había en el barrio hace más de 50 años. Allí se subían, –por cierto, el más ágil era mi tío Mateo, según me cuentan–, y robaban lo que podían con la amenaza constante de la dueña, la señora Filomena, que odiaba todo aquello que entrase en su propiedad. Ella y su perra. Y cuando de vez en cuando bajaba la Guardia Civil en sus caballos desde Astorga, los niños temblaban pensando que venían a por ellos, por haber robado aquellas moras y unas peras, un poco más abajo de esta misma calle. Solo las que estaban en el suelo, además, tan precavidos como habían aprendido a ser en tiempos de guerra y hambre.
Viven en este pueblo cientos de fantasmas que hacen que los campos no estén desiertos. A veces veo a mi abuela, con su pañuelo negro atado a la cabeza y su espalda encorvada por la vida en la era. Otras a mi abuelo, con sus hombros portentosos y su mirada tan azul como su nobleza. Veo, también, su casa vacía, a punto de ser derruida por el tiempo y siento pena. Tantos lugares deshabitados en las tierras del olvido y tanta gente suspirando porque la echarán de sus míseros metros cuadrados en breve. Es como un goteo de angustia. La última, una amiga en Madrid: a la espera de que finalice su contrato porque el dueño, con más de 14 pisos en propiedad, decidió terminarlo unilateralmente.
Miro el horizonte y brindo con mis fantasmas. Puede que pocos entiendan qué hago aquí pero ellos y yo lo sabemos bien: vivimos plenamente, en vez de sobrevivir. Ellos, desde el recuerdo que permanece en mí mientras piso este valle, y yo, en mi obcecación por hacer de lugares como estos una esperanza para quienes ya no la tienen.
Esta apuesta es más certera en la noche del verano, cuando el atardecer avanza sobre los silos. En ese momento tengo aún más claro que nunca las razones de este 'destierro consumado' en la propia raíz. No hay más sonidos llenos de vida que los que se cuelan en mi sueño estas noches en los que las ventanas quedan abiertas para incorporar su frío. Qué delicia taparse mientras poco más abajo, a decenas de kilómetros hacia Castilla, todo arde. Sin salida. Pero la clave está aquí, justo donde nadie mira.