Arde el olvido
Dice Maruja Torres que cuando era niña, niña de barrio pobre en una ciudad que aún no era tierra de expats y otras rarezas, o sea, la Barcelona anterior a los Juegos Olímpicos y todas esas cosas que parecían idílicas y luego no lo fueron tanto, las hogueras se hacían en los cruces de caminos. En la intersección de las calles y allí, los más valientes, las saltaban. Y en los ojos de la gente refulgía una ilusión: la promesa del verano, algo que estaba por recomenzar. Una nueva oportunidad.
Ahora la acumulación de basura en las playas arrasadas por gente y gente que se acumula a beber a la orilla del mar esa noche mágica, son la tónica general de los informativos del día siguiente. Pero, en realidad, hay más. Hay hogueras enormes que se hacen lejos del desfase que se muestra por televisión: hogueras que se prenden en las montañas y en los valles, en los que aún hay personas que se juntan para bailar con música que les sabe a tierra y a raíz, para compartir bocados que cocinan con sus manos en común y brindar, sí, con la esperanza de que el fulgor de las llamas llegue hasta el cielo y traiga paz y renovación a las tierras olvidadas.
En nuestra zona hay varios eventos que alegran el alma: está la noche mágica de Balboa, ese pueblo que parece un cuento con sus pallozas y sus esculturas de madera como un encantamiento de magia. Y está también, por ejemplo, la hoguera descomunal de Sosas de Laciana, que eleva las llamas hasta las alturas con música de panderos y gaitas de fondo. Este año no pude disfrutar de ninguna de las dos, así que me alegré solo de saber que, mientras yo hacía una humilde fiesta en casa, con una buena amiga y mi perra dándonos su pata en medio de la noche tibia, allá, a lo lejos, detrás de la montaña, había gentes que comulgaban, otra vez, con la esperanza de que estas tierras puedan ser una promesa de renovación. Nosotras, mientras, brindábamos con Godello, comíamos lo que la huerta nos daba como ofrenda y dejábamos pétalos de rosa en agua para que medrasen al sereno. Al día siguiente me lavé la cara con ese brebaje y mi piel supo, con alegría, que empezaba un nuevo ciclo, que el verano prometía algo que aún estoy por descubrir pero que, ahora, desde este recodo de la Maragatería que he convertido en mi refugio, no vivo con miedo, sino con paz.
Sé que otras hogueras en otros valles y en la falda de otras montañas construyeron nuevas promesas. Ya no son solo las hogueras de la Barcelona que aún estaba por hacerse moderna, tal vez demasiado, sino las de los lugares a los que pocos miran y, sin embargo, por su propia condición de abandonados no pueden ser otra cosa que promesa: reconstrucción para quienes un día tuvieron que marcharse. ¿Por qué no pensar en regresar y edificar una dignidad que esas ciudades ya no proporcionan? La televisión enfoca el basural tras el desfase en playas anónimas, pero no retransmite la belleza de lo que se oculta en las montañas y en los valles olvidados. Solo hay que hacerlo resurgir: que resalte sobre la oscuridad como las llamas de San Juan lo hacen hacia el cielo de la noche más corta del año. Se empieza por ahí, por la ilusión conjunta, por el fuego que purifica y por las sonrisas cómplices que te nutren para seguir convirtiendo el olvido en esperanza día tras día del nuevo ciclo que comienza.