Cine
'Una batalla tras otra': sátira sobre el estado del mundo

Cartel promocional de 'Una batalla tras otra', de Paul Thomas Anderson.

Antonio Boñar

Como dijo Jack ‘el destripador’, vayamos por partes. Lo primero (aparte del recurrente chiste del bueno de Jack) que este espectador ha de decir de este delirante fresco sobre el estado de las cosas en la gran potencia americana es que no sabe muy bien que pensar. Es tanta la brillantez de la caligrafía cinematográfica que se despliega sobre la pantalla, y tanto el desbarre argumental que también desfila ante nuestra atónita mirada, que al final de las casi tres horas de metraje uno sale aturdido, con media sonrisa esbozada sobre el rostro pero también una extraña mueca de desconfianza dibujada sobre ese mismo semblante al no saber muy bien explicarse a uno mismo si lo que acaba de ver es una genialidad o una tomadura de pelo. 

Paul Thomas Anderson traslada a la actualidad la novela de Thomas Pynchon sobre los movimientos radicales de los años setenta, Vineland (1990), dándole un barniz más paródico a ese mensaje de indignación social y política que transpiraba la historia original. Las referencias cinematográficas que encontramos son numerosas, desde ese personaje interpretado brillantemente por Leonardo DiCaprio que evoca sin disimulo al Nota, aquel otro tipo fumeta y eternamente vestido con bata que veíamos en El gran Lebowski (1998); hasta ese otro militar fanático y enloquecido interpretado por Sean Penn que persigue sin descanso a nuestro improbable héroe revolucionario y que nos remite al personaje que caricaturizaba George C. Scott en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964). Como en aquella sátira exagerada y enloquecida de Kubrick sobre el peligro atómico que asolaba al mundo durante la guerra fría, ahora Anderson también lleva en Una batalla tras otra (2025) al disparate más excesivo su visión de esa polarización social tan inherente a nuestra era contemporánea, de esos peligrosos e iletrados líderes que están poniendo en peligro todos los avances sociales conseguidos en las últimas décadas. Y todo filtrado por la energía del cómic pulp, por ese envoltorio narrativo y estético que tan bien ha homenajeado el cine de Tarantino y en el que todo vale, en el que encajan a la perfección los tipos más chiflados o la violencia más desatada.

Además de unas interpretaciones absolutamente geniales y de ese extravagante tono, lo mejor del filme es sin duda la firma caligráfica de Anderson, su forma de colocar y mover la cámara hasta encontrar genuinas pinceladas, su forma de cortar esas imágenes y crear una narrativa visual y estilística de autor, la mirada de un auténtico cineasta. Aunque remarco lo dicho anteriormente, a toda esta brillantez se suma cierto pasmo ante lo que vemos, una incómoda sensación de estar atendiendo a una fiesta a la que no hemos sido invitados.

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