Retratos reales por Navidad

Un retrato desaparecido de una mujer es el protagonista de este relato de Máximo Soto.

Máximo Soto Calvo

Cuando nombré a Sergio Mento, apodado el bohemio, mi interlocutor me miró fijamente. Estábamos en el gran hall del Museo del Prado, donde él ejercía de vigilante, y yo, una persona que le era extraña, iba de visitante, había pagado mi tique de entrada y lo mosqueante: pretendía indagar algo. Mas, no todo es porque sí. Para tal encuentro hubo un posibilitador, se llamaba Manuel Matellanes, y gracias a su intervención Ruiz Mento, el vigilante, había accedido a encontrarnos, al parecer no sin reticencias.

Madrileño de nacimiento, Manuel presumía de castizo. “¡Del foro, ahí es na...!” Solía decir con regodeo. Lo soltaba con su aire de suficiencia y casi siempre atusándose el bigote en gesto chulapo. Ambos compartíamos destino militar en el incipiente Aeropuerto de Barajas, precisamente en un Botiquín de urgencias médicas montado muy próximo a un hangar de Iberia que albergaba un importuno banco de prueba de motores de hélice. Su redondo bufido nos costó tiempo dejar de oírlo.

Le gustaba hablar de su familia, larga, generosa y castiza..., gatos, solía decir. Yo, de nacencia leonesa, tranquilo y reservado más bien escuchaba sus largas peroratas. Una tarde de guardia interminable, que el fuerte caer del agua hasta anulaba el cansino rodar de los motores, marcó una diferencia al citar a un personaje que tildó de pintoresco. Tanto, añadió, que era conocido como el bohemio en algunos conciliábulos madrileño. Alardeaba de gran pintor. Siempre oí que rivalizaba con mi difunto abuelo, Lolo el chulapo... en las verbenas.

El binomio pintor y bohemio removió mis recuerdos. Ambas palabras se las había escuchado a mis padres; afectaban seriamente a mi abuela Inés, y, cual infantil misterio, se me habían quedado grabadas. Curiosamente, ahora, en un ambiente y distancia anímica insospechados surgían intrigantes entre lluvia y fugaces relámpagos.

***

Si cada Navidad es un ensueño para los niños, doce años atrás el periodo vacacional de las de 1942 había supuesto para mí, dentro de la primera década vivida, algo tan novedoso, que llegó a rivalizar con el belén, el ramo leonés con sus adornos dulces, y hasta con los anhelados juguetes de los Reyes, una especie de zozobra infantil, surgida tras escuchar, tal vez lo que no debía, sobre mi abuela materna.

De la conversación de mis padres, me quedó en la memoria la expresión firme de mi progenitor al dirigirse a mi madre:

— Inés, tu madre, durante una de sus irregulares estancias en Madrid, posó para un pintor. Se trataba de un retrato. ¿Recuerdas?

Y, sin esperar respuesta, añadió:

— Nos lo dejó caer, un pelín vacilante, bajo el estímulo de las dos copitas de anisete que se acababa de tomar la tarde de su redondo ochenta cumpleaños: “Me pintó El Bohemio, un gran artista...y buen amigo”. Añadió con un discreto guiño y voz risueña.

***

— ¡Repite lo de ese pintor bohemio, Manuel!, solté vivamente. Me resulta chocante.

Tan inquisitoria participación fue acogida con extrañeza por mi compañero. Parecía perplejo, pues tardó unos segundos en reaccionar, y cuando lo hizo, tal vez para evadirse de lo gestual, impostó la voz para decir:

— Sí, sí, un pintor que presumía de ser copista en el Museo del Prado, se intitulaba retratista. Hizo una pausa, y en tono menor y como aditamento apuntó: un homosexual convencido.

Nunca supo Manuel que lo de la condición sexual, aun en voz queda, me había sonado retumbante, pues podía exonerar de un oscuro sobrepeso familiar y social a mi querido abuelo y padrino con quien, además, compartía nombre: Melchor. En verdad un eficiente comerciante en géneros, de buen conformar. ¡Cómo poder olvidar su dulce gesto anual al colocarme la cuelga!

Como me interesaba seguir recibiendo información, para alejar sombras, improvisé:

— Resulta que mi abuela materna, Inés de nombre, era ,aestra nacional y durante años acudió a Madrid con frecuencia en labores de Alta Inspección, y qué curioso, un pintor, bohemio, la había hecho un retrato, largamente buscado por mi familia.

— ¡Vaya coincidencia, chaval! Puede haber materia.

“El menda te va ayudar”, anunció. Parecía regocijarle la idea.

Lo miré con gran interés, y con un gesto de ambas manos, en plan acogida, le invité a seguir. Castizamente largó:

— ¡A ver qué vida! ¡Aquí, en el foro, a mí na se me resiste! ¿Lo pispas recluta?

Y soltó el precio: “Esto te va a costar unas cuantas guardias en domingo”, lanzó bien clarito.

Acabáramos. ¡De ahí el alborozo!

“Cuenta con ellas”. Respondí presto...y escuché algo que pasaría de nexo a entronque:

— En el Museo del Prado trabaja de vigilante un pariente lejano de “el bohemio”. Un buen tipo, ya mayor pero muy al loro siempre. Si alguien sabe algo es él.

“Hay buena relación familiar. Le dirán que vas a ir a verlo, seguro que te atenderá bien! A ver si encajan las piezas..., vaya misterio que te traes, recluta”, dijo, entre alegre y pensativo, marcando cierta vacilación en su atusado de bigote.

***

El entorno no podía ser mejor para el encuentro, el interior del Museo daba solemnidad a la reunión de la que yo... ¡Tanto esperaba! Tras las presentaciones, un informal intercambio de frases hechas, Ruiz, el vigilante, de buen porte, pelo blanco y rostro afable, bien erguido a pesar de los años, un tanto inquieto, tal vez por la premura de tiempo, empezó:

— Lo de Sergio Mento es larga historia. Tengo idea de lo que buscas. En especial lo del retrato de la dama, me lo indicó un familiar de Manuel.

— Gracias, gracias, eso es lo fundamental, mi gran interés, escucharé con atención...Intuía que no me iba a defraudar.

— Era un retratista tan afamado como liberal, y copista en este Museo, todo un virtuoso de los pinceles, o a si se creía él (añadió). Genio y figura, en su momento, en el Montmartre parisino. Aquí en Madrid, un buen vividor. Con estupendas relaciones sociales, se dejaba ver acompañado de una señora, la protagonista, sobre la que luego añadiré algo más...

— En su vertiente más castiza, por San Isidro sabía maquearse con parpusa, safo al cuello, siempre dispuesto a lucirse, incluso bailando un chotis en alguna verbena. No ocultaba su homosexualidad, pero tampoco la lucía con insolente descaro.

“¿Qué me puede decir de la señora que citó?”. Intercalé, por si se le olvidaba, pues me estaba resultando una mordiente intriga.

“¡Una buena amiga!, dijo con énfasis”.

— Creo que ninguno de los dos hubiera admitido otra cosa. Se divertían juntos siempre que ella recalaba en Madrid. Fue un talismán para él mucho tiempo. Es más, los entendidos siempre dijeron que la mejor obra del Bohemio fue el gran retrato que de ella ejecutó.

— Por aquel entonces trabajaba en una serie pictórica de los Reyes de León, creo que el último que pintó fue el de Fernando II, por cierto muy comentado aquí en el Museo pues desaparecieron ambos, cuadro y pintor, algo muy sonado “en la casa”, pero que quedó entre sus paredes.

“Sin embargo” –continuó– otras versiones dicen que había distraído una copia de un rey de León, un cuadro grande del que se arrogaba la autoría, creo que dudosa. Y que la había retenido para entregársela a su dama, su musa como le gustaba añadir. Tardamos un tiempo en saber que se llamaba Inés y era de León, y que esta localización, a buen seguro, fue la causa del ofrecido regalo“.

Interesante apreciación, pensé un tanto ufano.

“Mas, nunca puso a su disposición los cuadros”. ¡Se empezaba a rasgar el velo!

Hizo una estudiada pausa para añadir la verdadera razón:

— Un marchante afincado en Lavapiés, que ya murió, vendió ambas obras a un inglés. Un amigo mío conocido en el Rastro como Luis el chovo, presenció la transacción. Con lo recaudado, el bohemio, en grave declive de salud, saldó sus deudas económicas, vencedoras sobre las promesas artísticas hechas a su musa, y emprendió su último viaje...

Recapacité: Mi abuela Inés era la dama. No recibió los cuadros. Era punto imposible rescatarlos. Y, ante todo, sorteando la interpretación social de la época, la relación no había ido más allá de musa y pintor, dada la manifiesta homosexualidad del artista.

Bien está lo que bien acaba. Así se lo conté a mi madre, ella y yo éramos los supervivientes de un asunto familiar con visos de enredarse que empezó a diluirse en la lluvia un día tormentoso, sin mayores vuelos, en el naciente aeropuerto nacional de Barajas, y como tal lo celebramos aquella Navidad de 195....

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