'Manhattan': de entelequias, Woody Allen y la gran ciudad
Hay escenas absolutamente cinematográficas, pedazos diminutos de guión que alcanzan esa hermosa capacidad para resumir un estado de ánimo que sólo poseen los mejores versos. Mary y Ike están sentados en un banco, de espaldas a la cámara, mirando al río mientras amanece sobre el puente de Queensboro. Ike suspira y dice: “…ésta es realmente una gran ciudad. No me importa lo que digan los demás. Es tan… la verdad es que es algo definitivo. ¿No te parece? Es…”. La secuencia forma parte de esa declaración de amor a su ciudad que escribió (junto a Marshall Brickman), interpretó y dirigió Woody Allen en 1979: Manhattan. Y esta bella e icónica imagen que deja casi sin palabras al desgarbado, indeciso, sarcástico y locuaz Isaac Davis, y que ya forma parte de la historia del cine, condensa la hora y media de metraje restante; es Manhattan.
Después de sus primeras, paródicas y descaradas comedias, Allen había dado muestras de mayores inquietudes dramáticas con la premiada Annie Hall (1977) e Interiores (1978). Sus impulsos creativos comenzarían desde entonces a llevarle por nuevos y fecundos territorios. Con Interiores inauguraba una serie de películas minimalistas y llenas de silencios que ahondaban en los caminos abiertos por aquellos directores europeos que tanto admiraba (con el sueco Igmar Bergman a la cabeza), y cuyos filmes se distanciaban totalmente del modelo americano, que priorizaba el entretenimiento y la evasión, para situarse en búsquedas más artísticas, cultas y, en muchas ocasiones, exasperantemente profundas y trágicas. Por otro lado Annie Hall supuso el punto de partida de aquellos otros filmes que conforman su obra más reconocible, esas que nos hablan de su entorno más cercano y familiar, de esos intelectuales que pululan por la gran ciudad buscando acomodo a sus amorosas, sexuales, neuróticas, urbanas y sofisticadas soledades.
Manhattan fue la primera en seguir la estela iniciada por Annie Hall. Y aunque sólo transcurrieron dos años entre ambas, el salto cualitativo es sustancial. Comparten los diálogos chispeantes e ingeniosos, y esa extraordinaria y personalísima manera de trenzar drama y comedia (“comedia es igual a drama más tiempo” – dijo el autor en una ocasión). Pero en Manhattan ya observamos unas preocupaciones estilísticas que terminarían por concretarse en una de las más magnéticas y románticas miradas sobre la ciudad de Nueva York que se han proyectado nunca. Realizada en formato Panavisión, el director de fotografía Gordon Willis realiza un espectacular trabajo rodando con un elegante blanco y negro que elimina de un plumazo ese artificial y prescindible maquillaje de luces y colores que distraería las miradas más banales. Y perfilando, de esta manera, la fascinante desnudez del alma que late en las avenidas, parques y edificios de esta ciudad única. Con sus medidos encuadres, sus planos sostenidos o su lúcido uso de los claroscuros y de una infinita gama de grises, este filme nos devuelve ese escenario soñado y familiar que es Manhattan, el mismo que rebosa de resonancias sentimentales para todos los que hemos crecido (a través del cine y la literatura) bajo la sombra de sus rascacielos.
Y no podían faltar las sempiternas zozobras de Allen: la infidelidad, el engaño, los desencuentros amorosos, las aprensiones, esos tipos diletantes y afectivamente inmaduros, o esa conmovedora manera de reírse de sí mismo. Y, por supuesto, como reflexiona en alto nuestro desorientado y entrañable protagonista en un momento del filme, también está todo aquello por lo que vale la pena vivir: Groucho Marx, Willie Mays, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter, la grabación de Potatohead Blues interpretada por Louis Amstrong, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra, las increíbles manzanas y peras de Cezanne, los cangrejos del Sam Who's, la cara de Tracy…
Finalmente Tracy, la chica de diecisiete años que sale con Ike, es la única de entre todos los personajes que demuestra tener equilibrio emocional y saber lo que quiere. La misma chica obstinadamente precoz que en la escena final deja a nuestro inseguro héroe con una sonrisa llena de esperanza, y tan melancólica como el otoño de Mahattan, dibujada bajo esos ojos que miran el mundo con hambrienta curiosidad parapetados detrás de unas enormes gafas. Y nuevamente reconciliado con la vida, porque en ese instante Ike comprende que la sensibilidad ha vuelto a imponerse a la inteligencia. Después de todo y como asegura en un momento del filme: “El cerebro es el más sobrevalorado de los órganos”.