Tribuna de Opinión Desde el valle

Zarpazos

Se acaba el verano con la 'demolición' de lo antiguo.

Lo supe cuando los tomates empezaron a madurar. Cuando las higueras trajeron un fruto más pequeño de lo habitual y, a veces, aún seco por dentro. Cuando las berenjenas engordaron y los calabacines ya estaban demasiado duros como para hacer otra cosa con ellos que no fuese puré, crema o cualquier otra idea triturada. Nos fuimos al verano con unas elecciones anticipadas que desconcertaron a muchos: lo que parecía ganado se tornó imposible. Y la mitad del país respiró aliviada y la otra resopló perpleja. En este juego de dobles polarizados hay poco espacio para la esperanza y mucho para mantener los ojos alerta. Ninguna victoria es total, ninguna derrota es irremontable. Y hubo víctimas y hubo llantos y hubo también carcajadas que se cortaron en seco.

En León perdimos, por ejemplo, la sonrisa de un ILC que se había logrado modernizar, destacándose: un error evidente en esta tierra que parece condenarnos a un cómodo segundo plano. Y hay quien se niega y las cabezas ruedan porque siempre hubo clases y jefes que no quieren que nadie brille, que nadie abra un camino distinto, que nadie ponga en duda su patético poder.

Yo misma vi con estos ojitos cuánta incomodidad genera una voz diferente, que diga que en esta tierra abandonada también existe la posibilidad de un futuro audaz aunque muchos pretendan convertirnos en cangrejos sin río al que aferrarnos. Tenemos la obligación de caminar hacia adelante, poblar el presente para abrir el tumulto que la maleza lleva tiempo poblando. Sé bien que no es fácil. Pasé parte de este verano extraño moviendo piedras de una ruina para hacer un muro que cerrase mi terreno. Entre las piedras pesadas y rugosas hay algo que siempre revive: las malditas zarzas. No hay forma de que desaparezcan. Siempre están ahí. La única manera de frenarlas es taparles el sol. 

Hay gente muy capaz de quitarse su propia luz relegando a quienes precisamente están ahí para abrir las ventanas y que corra el aire, para que se aireen las casas viejas que sólo se mueven en verano por las manos de quienes hace mucho tiempo decidieron marcharse de estos pueblos remotos. Hay quienes dicen amar esta tierra pero pareciera, a la vez, que prefieren que haya poca gente que luche por ella, que reivindique sus posibilidades, que la ponga como un lugar feliz y no oscuro, progresista y no lúgubre. Pero hay muchas nubes, siempre las hay, no sólo entre quienes llevan el manto negro sobre sus hombros, sino entre quienes están tan habituados a perder que tienen miedo a la victoria.

La tarea no es fácil pero la tierra da siempre las pistas adecuadas. En la imperfección de los frutos de esta huerta que este año dio sus primeros regalos después de décadas siendo maleza y piedra, descubrí el sabor de lo real. Supe que no sería fácil pero que si nadie defiende que aquí hay un lugar donde mirar de frente al horizonte y sonreír, entonces todos pensarán que este es un terreno sólo posible para retirarse y callar.

Algunos nos negamos. Ruedan cabezas. Veremos de qué rayos de luz está hecha la próxima certeza. El otoño ya está ahí y es la prueba de fuego de la resistencia. Sabemos que pronto el verano azul de las bicicletas que llevan niños extasiados por la libertad del campo dará paso a la lluvia, el frío y la niebla. Y sólo los gatos hambrientos quedarán buscando ratones de los que hacerse cargo. Y yo les dejaré pasar a mi terreno, porque siempre temí mucho más la oscuridad que los zarpazos. Entonces sé que tomé la decisión correcta. Y que seguiré en ella. Y que la piel me dolerá de nuevo.

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