La poesía del jazz
Lo de la penicilina estaba bastante claro, más dentro de ese contexto de aprendizaje científico en el que aquel casual descubrimiento de Alexander Fleming que revolucionaría el tratamiento de las infecciones bacterianas es considerado el origen de la medicina moderna. Pero lo del jazz muchos no lo entenderíamos hasta años más tarde, cuando en una noche cualquiera nos dejamos arrebatar por todo el torrente de poesía que desprende esa música desacomplejada que explica cómo ninguna otra el maravilloso desorden del mundo.
Hubo un tiempo en que escuchar música de jazz era importante, dejarse llevar por todas esas notas que sonaban descarriadas de su melodía te distanciaba de las medianas calles que transitaba la gente corriente. Eran tiempos en los que ciertos tipos se asomaban a precipicios vitales como quien que se asoma ahora a la compra del supermercado. Para los músicos que la tocaban era cuestión de vida o muerte encontrar aquella difícil armonía que no acababa de encajar con sus labios, con aquella boca sedienta de noches turbias y románticas. Thelonious Monk, Bill Evans, Gerry Mulligan o Miles Davis eran dioses capaces de detener el tiempo sobre el humo suspendido y quieto de aquellas noches.
El jazz sonaba en espacios pequeños donde danzaba libre la vida, donde todos esos músicos que lo interpretaban eran tipos hermosamente agarrados a un suspiro de saxo o a un último trasteo de trompeta. A veces reían por lo bien que les estaban saliendo las cosas y todo parecía ir al ritmo de una carcajada feliz: el hielo de los vasos, los ojos de las chicas, las manos aplaudiendo, los silbidos y las voces de entusiasmo, las piernas moviéndose al compás, y esa luz de los focos que bailaba con el humo y volaba hasta la cara sudada del solista. Esas noches se llenaban de versos efímeros y genuinos, los que escribían todos esos extravagantes sonidos que se recortaban sobre la arquitectura imposible del aire para romperlo todo, y para volver a colocar las mismas piezas en un nuevo y deslumbrante orden casi al instante.
Ahora escuchas música de jazz para escribir, suena siempre de fondo, acompasando la impulsiva forma de teclear todas esas palabras que son tan importantes para ti, las mismas que nunca lograrán encerrar dentro de sus encorsetados significados toda esa complejidad del alma humana que sí cabe, en cambio, en la lenta llama que nace en la trompeta y brilla hasta incendiar la noche, en la trémula e infinita poesía del jazz.