El mejor refugio

Los regalos de Navidad son más la gente querida que los objetos.

Al fondo del patio puse unas luces entre dos robles. Lo hice el inverno pasado, gracias a la visita de un primo que es jugador de baloncesto profesional y tenía la altura suficiente para que quedasen bien prendidas a las ramas más altas. Todavía no las quité y siguen ahí estas navidades y, probablemente, todo el año. Funcionan con una plaquita solar, así que en verano son capaces de lucir incluso toda la noche para discernir dónde estamos cuando todo se apaga porque las farolas cercanas apenas lucen en esta España olvidada.

En las noches después de cenar, sobre el sofá del salón, me sigo tapando con una manta que me regaló mi cuñada cuando vinieron de visita en las últimas fiestas. Es suave y con colores alegres: el tejido sabe cómo abrigarme fuerte tras esas heladas solemnes que presiden los amaneceres del valle.

En estas tardes frías en las que atardece más pronto de lo que tarda la jornada laboral en acabarse, tomo mate en el recipiente que me regaló mi suegra y que compartimos aquel 18 de enero que nevó tanto. Íbamos a salir a comer porque en esos días se nos juntan dos cumpleaños, pero al final unos huevos fritos con patatas resultaron una solución mucho mejor que un viaje en auto que amenazaba con terminar en patinaje sobre hielo.

Cuando salgo a trabajar fuera para mover piedras que algún día terminarán los muros del patio y los suelos del jardín, me visto con la camiseta térmica que me regaló mi tía. Me regaló eso y también unos gorros de lana que usé cuando estuvo aquí el último diciembre y nos hizo fotos a mi padre y a mí levantando lo que entonces era sólo barro y esfuerzo.

Al bajar a desayunar y ver cómo el sol se posa sobre la cocina recuerdo que la mesa de madera que hace del espacio un lugar cálido y frondoso es el regalo que mi hermano me hizo ni bien entramos a vivir en esta casa.

Cuando bajo por la escalera y miro el macetero de mimbre que tiene el papiro que plantamos al lado de la ventana que da al patio de atrás me acuerdo de mi madre, que me ofrece siempre bastante más de lo que necesito sin temor alguno a quedarse con las manos vacías.

Cuando revisando el teléfono saltan las fotos que mi cuñado nos hizo para retratar unos días que al final recordaré siempre con nostalgia me pregunto por qué a veces nos cuesta tanto valorar lo importante mientras sucede. Por qué nos empeñamos en extrañar las cosas que ya pasaron, por qué nos lamentamos por lo que no sucedió y dejamos de lado la belleza de lo que sí ocurre y nos pasa.

Vivimos tiempos veloces en los que la inmediatez tapa los detalles esenciales. Evita que seamos conscientes de que lo importante no son las luces ni la manta ni la camiseta, ni la mesa, ni el macetero, ni los gorros de lana, ni el mate, ni las piedras que ya movimos y aún moveremos. Lo esencial es que alguien pensó que cualquiera de esas cosas serían un pilar en el que apoyarse, no por el material, sino por el recuerdo de lo vivido juntos. No es cuestión de creer en algún Dios o en ninguno: se trata de respetarnos mientras tratamos de volver a sembrar la belleza de lo común. Eso que, mañana, será nuestro mejor refugio.

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