La fragua leonesa

En León tenemos una costumbre muy arraigada y no son los bares. Que también. Nos fascina la escritura y la lectura. Así como tenemos la mayor cantidad de reservas de la biosfera por provincia que se recuerde, vamos camino a tener el mayor número de premiados en prestigiosos galardones de los que se tengan registros. Y eso por qué, me preguntaron el otro día. Y me quedé pensando que algo tiene que haber, además de los bares, que siempre ayudan a observar y nutrirse de historias. Y además del frío, que es el mejor aliado para quedarte leyendo un libro y dejando el mundo real afuera de la manta. Antes de escribir, sobre todo, hay que leer. Mucho, hasta el cansancio. Y sólo después de haberse quemado las pestañas en esa práctica cada día menos acorde a la dictadura del hipervínculo, escribir.

Hay algo en el carácter leonés que ofrece un diferencial claro para la literatura. Vaya por delante que generalizar me parece un error casi siempre pero, al mismo tiempo, tendré que hacerlo para aventurar una hipótesis aquí. Y es la franqueza y la honestidad. El leonés es frontal y directo, no se anda con rodeos: si te puede ayudar, te ayuda y si no, sencillamente, te dirá que no. Y todos tranquilos. Hay excepciones, claro, pero esta solvencia en el trato es lo más común. Fuera de estas tierras se toma a veces con escándalo y ofensa. Qué tía más borde, me han dicho a mí. O más bien otros me han dicho que decían de mí, porque insultarse a la cara es un deporte de riesgo que a lo sumo ejercitamos aquí entre corto y corto. Borde, no: clara, habré dicho yo probablemente. Después de tantos castillos en el aire y fantasías nutridas de una realidad falsaria, creo que la honestidad es un valor en alza.

¿Pero qué tiene que ver esto con la calidad literaria y la cantidad de escritores que fragua esta provincia? A riesgo de que ahora ofenda a historiadores, diré que la buena literatura es capaz de transmitir más verdad que los datos duros. Se necesita conocer la Historia, por supuesto, pero sin el relato de la misma tal vez no ingresaría en la memoria de casi nadie. La literatura tiene la función de transmitir verdad a través de un encantamiento. En la verosimilitud que exige cualquier texto de ficción tiene que haber detrás una arquitectura virtuosa en la que los personajes emocionen y lleguen al corazón y a la mente de quienes se decidan a entrar en su mundo. Si los leoneses somos maestros en franqueza, ¿no puede ser esta la clave de una buena obra de ficción?

Tenemos, además de la tradición del filandón, nuestros Macondos particulares, nuestras Comalas prodigiosas. Yo, por ejemplo, escribo desde una zona mágica como pocas. Quien conoce la Maragatería sabe que las piedras de colores tostados que levantan sus muros no tienen comparación cuando el sol se posa en ellas. O qué decir de las praderas de espigas de oro que en verano se recogen en rollos que parecen secretos de paja y promesas. O las cigüeñas que avanzan por los caminos como si la vida no supiese de la prisa o el desaire. Dejo aparte la cumbre del Teleno dominando todas nuestras proezas. 

¿Cómo no vamos a escribir entonces? ¿Cómo no vamos a estar entrenados en la búsqueda de la verdad a través de la propia magia de la que venimos? Pero aún tendríamos que resucitar más milagros: hay muchos escritores, es cierto, pero también somos muchas las mujeres que escribimos. Poco a poco nos abrimos paso a ese púlpito que hasta ahora sólo mirábamos con admiración y distancia. Y yo agradezco a gigantes como mi maestro Gamoneda por haberme dicho la primera vez que me leyó: no dejes de escribir. Ponte a la cola de la oportunidad. Y tal vez ese momento sea justo ahora.