Invierno en el pueblo

Plaza del Negrillón en Boñar durante una nevada.

Desconozco lo que sucede en otras latitudes, pero en los pueblos de la montaña leonesa el invierno es demasiado largo. El frío encadena los meses con contumaz rutina y todos nos volvemos un poco más esquivos y callados. Nos refugiamos al calor del hogar, trabajamos en nuestras cosas y combatimos el aburrimiento de los largos días sin paseos por el monte enterándonos de lo que sucede en el resto del mundo a través de la prensa o la televisión. Por la mañana hacemos recados y saludamos a los mismos vecinos un día tras otro. A veces compartimos charla y vino con los amigos. Otras organizamos comidas suculentas que se alargan hasta la noche entre risas y las mismas batallas de siempre. Y otras muchas nos dejamos acunar por esas infinitas tardes de invierno al abrigo de un buen libro o una buena película.

El pueblo que alberga mis paisajes cotidianos es medianamente grande, cabeza de comarca. Y por las mañanas vive cierto bullicio con la gente que baja a hacer gestiones o la compra en el supermercado, al médico o al banco, a la farmacia o a la carnicería. Todos esos servicios que presta a los otros pequeños y casi deshabitados pueblos de los valles colindantes mantienen su pulso activo, desplegando cierta actividad en sus calles y bares. Luego los días se detienen con obstinada costumbre, y a partir de mediodía la vida se va difuminando hasta apagarse como las noches que lo cubren todo en estos dilatados inviernos de la montaña.

Aunque en estos tiempos modernos ya no hay distancias que nos alejen del mundo. Y los que vivimos en el pueblo podemos sacudirnos la zozobra de los días yendo a la ciudad de cuando en cuando, al cine o a algún concierto, a cenar en buenos restaurantes o al fútbol, de compras o simplemente para dejarnos invadir por el alboroto de sus calles. Luego volvemos a esa melancolía casi perfecta que cabe en los inviernos del pueblo siendo conscientes de todo lo bueno que trae el aire callado de esta montaña imponente y olvidada. Porque la vida en el pueblo también puede estar llena de hermosos presagios. A veces el sueño tarda en llegar y se puebla de ladridos de perros lejanos o vientos desbocados, de extrañas revelaciones. Este rincón varado en la infancia es la mejor atalaya posible para sentir sobre la piel el inexorable paso de las estaciones y llenar de cavilaciones las horas que tejen el tiempo. ‘El genuino paisaje es el de los pequeños rincones. Allí es donde se refugia el alma del campo’, escribió Unamuno.

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