Leo ‘El despertar de la conciencia’, escrito en letras enormes sobre la calle que lleva a la plaza de Sol. Enorme y fugaz sobre la fachada de la Academia de las Bellas Artes de San Fernando en Madrid. Camino sobre la calle Alcalá dejando atrás la Carrera de San Jerónimo y siento que voy paso a paso más ligera, elevando alas que me crecen en una espalda enrojecida por cadenas que nunca llevaron mi nombre. Entonces recuerdo un cuadro tan bello como atroz que pintó Goya y sonrío. Es Saturno que devora la cabeza de sus hijos como quien se come el tiempo con las manos sacudidas de desgracia.
Hay una noche repleta de luna y hiel que se me va desprendiendo de los músculos poco a poco y la vida comienza a entrecruzarse sobre mis articulaciones sin que yo pueda negarme a su despliegue. Hay dolores nuevos, diferentes, que no tienen nada que ver con los anteriores. Sé que es un hastío complejo que da paso a una calma en la que mi cuerpo fluye y conquista un almanaque puro, libre, solo decidido por el correr de las estaciones. En él no hay sol que se esconda bajo un despacho ni luna invisible sobre torre alguna. En él hay un ritmo circadiano acorde con la noche y el día, una fase de luz que cubre la oscuridad que oculta el amanecer con la única certeza de que a la mañana siguiente volverá a ocurrir lo mismo.
En mi mente emborronada de espejos que disimulan una máscara blanquecina se dibuja un lago que refleja un cielo que apenas alcanza a subir la apuesta contra sí mismo. Está quieto, inmerso en su propia calma. Pero si me acerco un poco más observo el avance imperturbable de un agua negra, como de azabache brillante, que se entrelaza con la transparencia de otro líquido que lucha por hacerse con el poder del estanque. Pero no lo logra. La negritud de la balsa es como un aceite imprudente que sabe que acabará haciéndose con el control del espacio: en la podredumbre encontrará su mejor versión.
Me toco la frente y el sudor frío se derrama por las sienes. Entonces busco el interruptor, el vaso de agua, el borde de la cama. Y me percato de que no soy yo la que tiene pesadillas. Yo estoy serena, con una sonrisa plácida y los hombros derretidos sin contractura que los apuntale. Tan solo sigo mirando el estanque como si estuviera ante la pantalla de un cine. Y dudo un momento para luego confirmar que es ella. Una mujer vacía se envuelve en sábanas que ahogan su respiración. Es el agua negra la que se estremece cuando los focos se apagan y no me atrapa a mí, sino a quien carga la guadaña que afila desde su propio terror. Hay un tropel de manos que hace poco se agitaban para sostenerla y ahora se retrotraen hacia un escorzo impúdico y desaparecen. Mientras, gritan cánticos alegres y bailan entre antorchas. Me llevan hacia sus hogueras y recupero la dicha que tenía entre mis pies cuando subía a los altos del Carmel en Barcelona y contemplaba la Rosa de Foc desde los búnkeres que dominan la ciudad. La paz del destierro y de la libertad donde solo queda lo importante: la fidelidad a una misma.