“Yo podría pararme en la mitad de la Quinta Avenida de Nueva York, dispararle a alguien y aun así no perder ningún votante, ¿ok? Es increíble”.
La frase, que entonces escandalizaba y hoy parece de juguete, fue pronunciada en 2016 por un estrafalario multimillonario que aspiraba a presidir Estados Unidos, un tal Donald Trump. Era la quinta esencia del ‘trumpismo’, la estratégica ecuación de escándalo, verborrea y simplismo permanentes que penetran hasta el córtex cerebral de las masas y que ha infectado en tiempo récord a la política mundial.
Y es que la carrera del máster de populistas ha ido siempre como un tiro. De hecho, fue otro disparo, el del atentado sufrido en la precampaña de 2024, el que marcaría su triunfal retorno al epicentro del poder mundial situado en la Casa Blanca, a pesar de gravísimas condenas penales e intentonas golpistas.
Esa inoculación del ‘trumpismo’ ha hecho sucumbir a grandes países, como Brasil o Argentina, que han entronizado, como ha ocurrido ya dos veces en Estados Unidos, a líderes igual de desquiciados.
Aunque a la extrema derecha de España no le funciona tan bien por ahora, tampoco le es ajena esa escalada. En este contexto, está prendiendo en su argumentario de la actualidad el símil de la escopeta, de los tiros, de las batidas. El Partido Popular, sobre todo, ha decidido cebar los discursos con conceptos como la defensa de los valores tradicionales del campo, la supremacía humana o incluso la necesidad de disparar para defenderse. Todo un discurso del miedo. Mejor dicho, del terror. Ahí es donde tienen en la mirilla con insistencia machacona a un viejo pero nuevo enemigo: el lobo ibérico.
En el fragor de la ofensiva institucional contra la protección por parte del Gobierno a esta especie, tan icónica de la España natural, y contra cuya falsa imagen feroz luchó Félix Rodríguez de la Fuente, entre otros, la diputada del PP Milagros Marcos ha llegado a mencionar en todo un Congreso de los Diputados la “pesadilla” a la hora de “acudir al centro de salud o la iglesia” en los pueblos por la amenazadora presencia de lobos. Garantizaba la parlamentaria que con las políticas de desprotección de la especie que ha forzado su partido desde el Senado -a través de la triquiñuela de tramitarla en la Ley de Desperdicios-, se podría ahora transitar por los caminos del país “sin miedo a encontrar el ganado asesinado en los pastos, a mandar a los niños al colegio”. Sinceramente, hay cosas en las que ni Trump no ha llegado tan lejos.
La diputada del PP Milagros Marcos ha llegado a mencionar en todo un Congreso de los Diputados la “pesadilla” a la hora de “acudir al centro de salud o la iglesia” en los pueblos por la amenazadora presencia de lobos
Nada les importa que no esté documentado ningún ataque a seres humanos en el último siglo. Ciertamente, el debate de la sostenibilidad y equilibrio de la ganadería extensiva y especies como el lobo es muy complejo, pero la derecha, más o menos extrema, gusta de bordearlo por el lado más sangriento aunque no tengan ni la munición de los datos oficiales. Y lo que es peor, acusan de decisiones ideológicas al actual Gobierno progresista precisamente quienes han decidido convertir el ataque a los lobos en un arma política de destrucción masiva.
Sin embargo, ¡cómo cambia el cuento!, los mismos cargos públicos populares, allí donde gobiernan, son muy cuidadosos al elegir eufemismos para no llamar por su nombre a la política que defienden, de reducir la población de lobos disparándolos, cazándolos, aprobando licencias cinegéticas oficiales para abatirlos por decenas, a disparo limpio. No: lo llaman “capturas”, incluso “extracciones”. Buenos, siendo estrictos, ciertamente les “extraen” la vida.
Veamos un ejemplo concreto con datos objetivos, indiscutibles. Vamos a León, paraíso de la biodiversidad que suma el mayor número de reservas de la biosfera o es refugio de las últimas decenas de ejemplares de especies que pronto serán sólo un sueño, como el urogallo.
El último censo decenal oficial en España hasta ahora cifraba en 433 los ejemplares de lobo ibérico estimados sólo en esta provincia. Pues bien, según datos oficiales de la propia Junta de Castilla y León, en los últimos ocho años antes de que Europa primero y España después elevara a máxima la protección de esta especie, la Consejería de Medio Ambiente autorizó abatir 356. Casi uno por cada día de un año. La cuenta es sencilla: dio el parabién para matar un 82% de los lobos ibéricos existentes. Es cierto que no se consiguió acabar con todos ellos pero la cifra final de cánidos abatidos sí que fue salvaje: 186. O sea, en ocho años, y sólo en León, se acabó a tiros con el 43% de los lobos.
Ignacio Martínez, presidente de la Asociación para la Conservación y Estudio del Lobo Ibérico (Ascel), una de las incansables luchadoras por la biodiversidad y la defensa de la especie, llegó a resumir que “León es un pozo negro: los lobos que se matan aquí son un disparate, ponen en jaque a toda su población en España”.
Para rematar esta locura, la Junta sumó en muchos de aquellos años varias condenas judiciales del Tribunal Superior de JUsticia que ordenaban paralizar los planes de caza de la especie. Sentencias demoledoras que no servían de nada: llegaban años después, ‘a lobo pasado’, con ellos muertos.
El presidente de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, no es Donald Trump. Tampoco lo son sus homólogos de comunidades ‘loberas’ como Barbón en Asturias, Rueda de Galicia o Sáenz de Buroaga en Cantabria. Pero una vez impuesta la ametrallada idea de que los hermanos Grimm tenían razón, que los lobos se comen niñas y abuelitas, y de que el mejor del cuento era el cazador, si cualquiera de ellos algún día dijera: “Yo podría pararme en la mitad de ese monte, dispararle al primer lobo que pase y ganar votantes”, mucho me temo que tendría razón.