La albañilería es un oficio romántico

Monedas y una carta de amor, según una inteligencia artificial.

Dicen que estas cosas las explican las matemáticas, pero si yo supiera de números no estaría por ahí dándole a la paleta. O a lo mejor me hubiese hecho albañil igual, no sé, porque para todo hay que valer y yo nunca he servido para estar sentado todo el día en un despacho.

El caso es que, digan lo que digan los que entienden de esas cosas, a mí no hay quien me convenza de que si has tirado una moneda al aire seis veces y las seis ha salido cara, a la séptima hay las mismas posibilidades de que salga cara que cruz. Ya sé que las monedas no tienen memoria, pero no me lo creo. No puede ser. Y no lo digo yo sólo: tengo un amigo que estudió economía y que ahora trabaja en un banco que dice que si se tira la moneda el suficiente número de veces al final las caras y las cruces se igualan. Y que eso es así por huevos. Hasta hay una ley, un teorema o algo así que lo asegura, aunque no me acuerdo del nombre y tampoco creo que importe mucho.

Pero a ver: si tirando la moneda muchas veces al final sale el mismo número de caras y de cruces, ¿no significa eso que la moneda tiene memoria? El diablo lo entenderá.

Lo entenderá o no, pero yo ya empiezo a creer que el diablo es el que anda detrás de estos laberintos, porque a veces en este trabajo mío se encuentra uno con cosas que tienen mala explicación achacándolas a la casualidad. A veces, más que coincidencias, acabas pensando que hay sitios donde se abren las fauces del destino, o de algún monstruo mala leche, para tragarse a sus víctimas.

Y que no me cuenten historias de que estas cosas son casualidades, porque no me lo creo. Tampoco creo en brujerías, pero esos cantares de la probabilidad y las estadísticas son también fantasmas y supersticiones de gente estudiada. No sé lo que es, pero algo hay.

Les cuento lo que vi yo mismo, y ya me dirán qué les parece:

Hace un par de años, en las oficinas de Correos de Ponferrada, decidieron remodelar las instalaciones para instalar una rampa y un ascensor y cumplir así al fin con la normativa de accesibilidad. En el área reservada a los trabajadores también sobraba un elemento: la vieja tarima de madera en la zona de clasificación. 

Yo llevo veinte años en esto de la albañilería, y aunque el trabajo se lo encargaron a una empresa grande, me tocó a mí darle al mazo y la piqueta por aquello de las subcontratas, y las subcontratas de las subcontratas. Ya saben cómo va eso: la reforma se la encargan a una multinacional, pero al final la tarima la terminamos desmontando entre cuatro curritos del pueblo.

No es que la tarima estuviese para usarla de plato y comer sobre ella, pero tenía buen aspecto: no faltaba ninguna tabla y sólo había alguna pequeña rendija entre ellas.

Bueno, pues aún así, cuando la desmontamos, aparecieron como trescientas pesetas en monedas de todos los valores todos los años imaginables, un billete de lotería del año sesenta y tantos, una receta médica del año setenta y tres, el prospecto de unas aspirinas, una especie de boleto que parecía un recibo de algo, dos llaves, un pendiente de oro, una carta franqueda y cincuenta y tantas poesías escritas en servilletas de bar dobladas y redoblados hasta convertirse en pequeños cuadraditos aplastados.

Las monedas me las repartí con el otro currante y nos las llevamos a casa como curiosidades, porque las había de veinticinco céntimos, y hasta alguna de aquellas tan raras de dos pesetas. 

El prospecto de las aspirinas tenía subrayada una línea sobre los efectos anticoagulantes fue a la basura. 

El pendiente lo dejamos en el piso de arriba y resultó ser de la madre de una empleada. A la mujer casi se le saltan las lágrimas porque su madre, también trabajadora de Correos, había buscado por todas partes aquel pendiente y siempre había creído que se lo había quedado una compañera para hacerle una jugarreta. La cosa estaba clara: si estaban solo las dos trabajando en la zona de clasificación y lo oyó caer, sólo podía ser que la otra se lo hubiese guardado. La mujer murió sin saber la verdad y aquel pendiente fue la causa de que se rompiera para siempre una buena amistad. El otro de la pareja estaba aún en un joyero, en casa de la hija.

La receta era de un medicamento para el corazón: de esas pastillas que se meten debajo de la lengua cuando la persona que las necesita empieza a encontrarse mal. Nitroglicerina, dicen que tienen, aunque yo siempre había creído que eso era un explosivo.

El número de teléfono apuntado en el papelito resultó ser el de una especie de casa de empeños, una versión antigua de los préstamos rápidos, donde te compraban oro y joyas para salir de un apuro y se comprometían a revendértelas luego a un precio pactado. Un negocio perfectamente legal, sí, pero prefiero no saber quién perdió el recibo ni en qué circunstancias.

Las llaves no supimos de dónde eran.

En cuanto a los poemas, parece ser que los fue metiendo allí por alguna de las ranuras un empleado cartero que escribía poesía a ratos libres y que, a falta de editorial o periódico que se los publicara, los iba dejando por todas partes para que alguien, algún día, los encontrase. Según cuentan, debió de escribir dos o tres mil de esos poemas y medio edificio debe de seguir sembrado de ellos. Luego, un día, desapareció sin dejar rastro y no se volvió a saber más de él. Nada. Como si también se lo hubiese tragado alguna rendija de la tierra.

Cada pequeño objeto, como ven, tenía su historia, y ninguna buena del todo. Aquellas ranuras de la tarima eran como bocas voraces que iban tragándose retazos de vidas.

Pero de todo lo que encontramos debajo de aquella maldita tarima, lo que más me impresionó y me sigue haciendo pensar todavía fue la carta, y por su culpa me entró la curiosidad y me puse a hacer indagaciones del resto de las cosas. Ya sé que no la tenía que haber abierto, pero llevaba matasellos de hacía más de cincuenta años y me pareció que ya no podía importarle a nadie que se conociese su contenido. Léanla ustedes también y díganme si de todos los millones de cartas que han pasado en estos años por la oficina de Correos de Ponferrada es normal que precisamente esa se fuera a colar por las holguras de la tarima.

Ponferrada, 23 de enero de 1954

Querida Luisa:

Hay gente que consigue dejar su impronta en una obra fruto de su esfuerzo. Estos son los grandes.

Otros dejan su huella sólo en la ajena, en los libros que leyeron y en los cuadros que colgaron en su casa. Estos son los hombres comunes.

Pero hay otro grupo aún: los que no son capaces de permanecer en nada, como si en lugar de seres de carne y hueso fueran fantasmas prematuros, o asomos de otras personas que viven en un plano diferente, como las sombras aquellas que veían los moradores de la caverna de Platón.

Yo soy uno de estos últimos: uno de los que ni a sí mismos se retienen.

Los libros que yo leo siguen pareciendo nuevos después de leerlos. Los cuadros de mi casa parecen recién salidos de la tienda. Los que me escuchan se convencen, de buena fe, de que las palabras que han oído se les han ocurrido a ellos mismos.

Si alguna vez una mujer perdió conmigo su virginidad, no perdió también el candor de la sorpresa. Y el siguiente fue el primero.

Todo lo que toco y lo que vivo escapa de mí. Las vivencias se lavan en la fuente del tiempo, o de la trivialidad, para no tener trato conmigo. Llevo diez años yendo al mismo café y el camarero aún me pregunta qué quiero. 

No encuentro razones para seguir viviendo. Soy un monumento a la inutilidad del tiempo, a la fugacidad de las pasiones y a la caducidad de lo humano. Soy una alegoría del olvido.

Me miro en el espejo y pienso que el mundo entero es como ese cristal, que en cuanto me retiro de su proximidad me obliga a desaparecer. Me miro y me pienso, y lo único que sé es que quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, como una amante impertinente que sólo me cuenta desdichas.

Hoy soy yo el impertinente. Amante no: no aspiro a tanto.

Te escribo para decirte que me marcho. Y te escribo a ti, la única que quiso escucharme aunque al fin te casaras con otro.

Te escribo para que alguien sepa que no me volví loco de pronto. Para que alguien pueda contar que tuve mis razones.

Me olvidarán, sin duda. Ya me han olvidado. Pero si al menos una persona, una persona a la que los demás tienen por real, puede hablar en favor mío, conseguiré que no me confundan con el personaje figurante que aparece al final de una comedia, con un parlamento de dos líneas.

Hablar en mi favor no es decir que fui un hombre honrado, ni que traté siempre con decencia a mis semejantes. Basta con decir que fui. Basta que lo digas tú, y que digas, si quieres, que te amé. Y que muero acaso un poquito enamorado de ti. O más que un poco.

Que el mundo exorcice doblemente a este fantasma, pero por favor, tú no me olvides.

Tuyo, aunque no importe

Carlos

Casualidades, dicen los que saben de matemáticas.

Casualidades, sí. ¡Y una leche!

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