'The Wire': volver a los clásicos
Nunca es mala idea volver a los clásicos, a esas películas o series que son tan buenas como para aguantar todos los visionados que haga falta, cuya calidad es tan atemporal e indiscutible como para resistir el paso del tiempo. Hay obras de arte que simplemente son tan trascendentes como para pervivir ajenas a las modas coyunturales de cada generación. Hace un par de semanas este espectador, abrumado por el ingente pero también banal menú audiovisual que ofrecen las distintas plataformas, tuvo la feliz idea de regresar a las calles de Baltimore para volver a disfrutar de la que probablemente sea la mejor serie de televisión de la historia, para recordar que una ficción televisiva puede ser una forma de arte relevante y compleja, para constatar que The Wire (2002) es una deslumbrante obra maestra.
La explosión de ese puñado de series que cimentarían idea de que desde la televisión también se podía hacer cine con mayúsculas llegó con el cambio de siglo, especialmente bajo la firma de una productora como HBO que se erigiría como sinónimo de calidad con series como Los Soprano (1999) o este magistral drama policial que ahora nos ocupa. En aquellos años todavía no habían aparecido todas esas plataformas de streaming que ahora gobiernan el consumo audiovisual y que ofrecen tal cantidad de contenido como para poder afirmar que el entretenimiento está devorando el arte, como para ser incapaces de dilucidar las pequeñas joyas entre tanta paja. En aquella época dorada de la televisión se compraban los DVD y se intercambian con amigos lo mismo que se empezaron a intercambiar opiniones sobre la última serie vista o sobre ese capítulo que tanto nos había impresionado en conversaciones y veladas. Ver todas esas maravillosas series y hablar sobre ellas te daba cierto prestigio intelectual, era una nueva forma de cultura popular cuyo impacto social aún reverbera dos décadas después.
¿Y por qué The Wire es posiblemente la mejor serie de la historia? Pues porque cada capítulo es de una lucidez abrumadora, donde los personajes y las tramas transpiran un realismo complejo y poliédrico, lleno de matices. Hay violencia, corrupción e ironía bajo una textura fotográfica que consigue que casi podamos tocar u oler las calles de esa ciudad en continua decadencia, gobernada por arribistas o individuos cuyo idealismo acaba devorado por un sistema que mantiene una frágil convivencia social haciendo malabarismos. Hay malos que no lo son tanto y buenos llenos de debilidades, hay pobreza y carencias enquistadas en la calle, en todas esas esquinas pobladas por adolescentes que mercadean con droga como quien va al quiosco.
Esta fascinante radiografía de las instituciones que manejan el estado de las cosas derrocha inteligencia y estilo. Su forma de indagar en el sistema policial, laboral, educativo, político o periodístico de Norteamérica es la demostración de que una ficción debe ser algo más que una mera evasión, de que debe emocionar y educar, de que debe hacernos sentir y pensar.