La inflación: el gran mordisco

La inflación desbocada hace subir los precios. // Way Home Studio / Freepik

Javier Pérez Fernández

Parece que es hora de apretar los dientes, pero no se trata de que se nos pida un esfuerzo, que seguro que también, sino de sonido sospechoso que oímos cada vez más cerca. Lo escuchamos en el supermercado, en los bares y en las gasolineras. Resuena, siniestro en el recibo de la luz y en el del gas. Nos persigue a todas partes, como el eco de un sopapo.

Es la subida de precios.

Llevamos tantos años generando deuda, y viviendo de la deuda, que parecía que nunca llegaría el momento de pagar esa factura y enfrentarnos a los efectos de imprimir dinero sin generar riqueza que lo acompañe. Porque el dinero no es riqueza: es su símbolo; y creer que el dinero equivale a la riqueza es como creer que un país se va a hacer más grande por fabricar banderas de mayor tamaño.

Sin embargo, el momento ha llegado. El IPC, que no sabemos muy bien lo que mide en realidad, pero presume de medir el nivel de precios, está ya en el 5,5% y no parece que vaya a frenarse, a no ser que sea víctima de algún conjuro estadístico.

Las causas son muchas y cada cual elegirá la suya, o la que le mande el partido, pero no hay modo de negar que sacar de la chistera dinero, de papel o digital, es una de las causas principales.

Cuando las cosas se tuercen, los bancos centrales se arremangan para rescatar la economía, lo que viene a ser, en su idioma, imprimir más dinero para que la gente pueda seguir comprando con deuda. La gente, y los gobiernos, que en democracia dependen del voto y el cabreo de sus electores. Y a todo esto, con magnífica sonrisa, le llaman rescatar.

La Operación Bernhard

Cada vez que les escucho alabar ese tipo de medidas, me acuerdo de la Operación Bernhard, en la Segunda Guerra Mundial. A los alemanes se les ocurrió que sería buena idea inundar Inglaterra con billetes falsos, y se pusieron manos a la obra, reuniendo a un equipo de falsificadores a los que se dotó con toda clase de material para la fabricación de papel moneda.

En principio pensaban arrojar el dinero sobre Inglaterra, pero Heydrich (el jerarca nazi que ideó la operación) había leído a Cantillón, un economista francés del siglo XVII que afirmaba que la moneda falsa desplaza a la auténtica, y que el primero en manejar la moneda nueva se llevaba la mayor parte del beneficio, porque la devaluación no es automática, sino que lleva un tiempo.

De ese modo, en lugar de lanzar el dinero sobre las islas británicas, decidió que sería mucho más interesante repartirlo entre sus agentes afines para que comprasen bienes en Inglaterra o en el extranjero, de modo que los suyos se quedasen los activos mientras los ingleses soportaban la inflación. Los agentes alemanes compraron edificios, valores y terrenos por medio mundo con ese dinero, que aún no se había devaluado, y fueron los ingleses de a pie quienes sufrieron el golpe.

La guerra acabó antes de que pudiesen llenar el mercado de libras falsas, pero aún así, el daño fue enorme. Seguro que lo que los nazis estaban pensado en rescatar Inglaterra. Fijo que sí.

Genios de los bancos centrales

Pues estos genios de los bancos centrales parecen querer convencernos de que así era. Porque es lo que hacen: sacarse de la boina cantidades descomunales de dinero y hacerlo luego pasar por las manos adecuadas que, curiosamente, siempre son las de sus afines.

¿Y si lo traemos a nuestros días, no os suena familiar? ¿No introducen el dinero en primer lugar en los bancos para que luego, tiempo después, llegue a la economía real? ¿No son las manos fuertes las que pueden comprar antes que nadie lo que les plazca, para que luego los demás nos atragantemos con la subida de precios?

Así es como suben los precios. Así es como nos devoran los ahorros para financiar las deudas.

Así es como se las gastan los patrocinadores del Gran Mordisco.

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