La provincia que no supo diversificar su economía, vista por quienes llegaron de fuera a León
“No trabajaba el que no quería”. Elisio Honorato Moreira Pinto llegó al Bierzo Alto el 10 de julio de 1982. Los primeros caboverdianos (luego rebautizados popularmente como cabobercianos) lo habían hecho a esa cuenca y la de Laciana a mediados de los años setenta. Había muchas posibilidades laborales. “Pero la mina era el plato fuerte y no busqué otra cosa”, cuenta Moreira Pinto, que descubrió un sector desconocido en el que halló “mucho compañerismo”. “Los mineros cuidaban mucho unos de los otros”, resume. La colonia caboverdiana llegó a componerse de alrededor de 3.000 personas en los años boyantes.
El padre de Gilda Silva Andrade llegó también a trabajar a las minas en los años de las vacas gordas en Bembibre, donde luego se produjo la reunificación familiar. “Allí con cubrir las necesidades básicas eras feliz; aquí la vida era mejor”, cuenta ella, que viajó desde la isla de Cabo Verde a la capital del Bierzo Alto en 1989 con 11 años de edad. Vivió su propio proceso de adaptación personal: “Yo era más madura antes que después de venir. Las necesidades te obligan a madurar; aquí todo eran comodidades”. La generación de sus padres tuvo, paradójicamente, que bajar al subsuelo para llegar más alto en la vida. El tránsito, eso sí, era sencillo: “Salías de un trabajo y entrabas en otro. Y sin saber el idioma”.
La provincia de León encara este jueves una jornada de movilización con paro de una hora incluido convocada por los sindicatos precisamente por haber llegado a una situación diametralmente opuesta a la vivida por la primera generación de caboverdianos que llegaron a trabajar a sus cuencas carboneras. Las oportunidades de empleo escasean; las promesas de las administraciones públicas se diluyen tras años de retrasos y letargo; y el censo sufre las consecuencias en una provincia que superaba los 520.000 habitantes cuando en 1996 las reconversiones ya empezaban a hacer mella y en 2022 ha caído por debajo de la barrera de los 450.000 ya sin minas en activo. La comunidad caboverdiana, valga como caso ilustrativo, ha pasado de 3.000 a 1.500 en apenas cuatro décadas.
Antes teníamos un poder tremendo porque había gente. Ahora no la tenemos. Y hacerse oír es la única manera de que te atiendan, contrasta el antiguo trabajador minero caboverdiano Elisio Honorato Moreira Pinto
“Se acabó la mina y se acabó todo”, sentencia Moreira Pinto, que está al frente de la Asociación de Caboverdianos de Bembibre. “La muerte ha sido muy lenta. Nadie pensaba en ella. Hemos pasado de la fiebre a la muerte”, ilustra tras afear incumplimientos en las promesas de recolocación de excedentes de la minería en otros sectores sin ahorrar tampoco la autocrítica: “Quizá no hicimos las cosas bien. Tengo una sensación de tristeza y de que hemos fallado en muchas cosas”. Por el camino la zona ha ido perdiendo no solamente actividad económica, sino también servicios. Él pone el grito en el cielo por las carencias en la sanidad rural. Las movilizaciones sociales también han caído en intensidad: “Antes teníamos un poder tremendo porque había gente. Ahora no la tenemos. Y hacerse oír es la única manera de que te atiendan”.
La sangría demográfica
Gilda todavía recuerda las grandes movilizaciones en la cuenca minera del Bierzo Alto con los antidisturbios rondando la zona del pabellón polideportivo en el que dio sus primeros pasos en el baloncesto todavía sin sospechar que contribuiría de manera decisiva a situar al equipo de su pueblo de adopción en la élite nacional. Con esas imágenes todavía en la retina, no deja de lamentar la falta de unidad que observa en la actualidad: “Cuando se planteaban las movilizaciones de la minería, como todos los sectores estaban de alguna manera vinculados, se hacía más fuerza y todos estaban más unidos. Ahora cada sector pelea por lo suyo”. Y ya se sabe lo que sucede cuando se pasa de la unidad a la división: el resultado para Bembibre en términos de población es caer desde los 11.104 habitantes de 1996 a los 8.455 del último dato registrado por el INE (Instituto Nacional de Estadística) en 2021.
El argentino Carlos Attadía puso precisamente en 1996 una casa de turismo rural en Compludo (Ponferrada), en un antiguo valle de eremitas que parecía pintiparado para quienes quisieran disfrutar de la vida alejados por unos días del mundanal ruido. En plena reconversión minera, el turismo rural se planteaba también precisamente como alternativa al monocultivo del carbón. “Al principio las cosas fueron bien. El sector fue un nicho de empleo. Pero hemos hecho menos de lo que se podría haber hecho”, expone para relativizar su importancia como catalizador de una transformación al ser consciente de que debía ser “complementario de otra actividad económica” y de que “era imposible suplir a la minería”.
Attadía, que había aterrizado en Madrid a principios de los ochenta tras pasar la infancia y la juventud en Buenos Aires y que una década después compró una casa en el Bierzo como segunda vivienda, ya no disfrutó de los años en los que “no trabajaba el que no quería”. Y eso que conocía el idioma. Vivió durante un tiempo a caballo entre Madrid y la comarca berciana y trabajando en lo que podía hasta que fue uno de los pioneros en el turismo rural. “Me tiraba el sitio”, reconoce. Cuando otra década después, a principios de los 2000, entró como independiente para ejercer como coordinador de Formación en la Ejecutiva de UGT-Bierzo, “ya se hablaba de cómo fijar población”.
El argentino Carlos Attadía puso en 1996 una casa de turismo rural cuando se pensaba en el sector como alternativa al carbón. Pero ya era consciente de que debía ser complementario de otra actividad económica y de que era imposible suplir a la minería
Ponferrada todavía entonces ganaba habitantes, si bien lo hacía “en detrimento de los pueblos”, que no encontraron la fórmula de atajar la sangría demográfica. “Nunca se llegó a ver la luz al final del túnel. No supimos canalizar el dinero que venía de Europa. Y se hicieron cosas innecesarias”, asume para poner como ejemplo la construcción de polideportivos en localidades en las que apenas había natalidad y los jóvenes emigraban en busca de empleo hasta invertir la pirámide de población.
Las respuestas de las administraciones públicas no llegaron a tiempo, sobre todo en lo referente a las conexiones telemáticas. “Ha habido un descontrol en los tiempos de desarrollo. La administración iba por detrás. Al final fueron las propias empresas las promotoras. Telefónica fue muy a rastras”, detalla Attadía. Y en el pecado la zona llevó la penitencia: “Ese desfase se ha pagado. Algo se ha avanzado, pero ya llegamos tarde. Y así el teletrabajo podría haber surgido antes”. De no haberse ralentizado ese tipo de conexiones, incluso sugiere un relativo despertar del medio rural contando con servicios educativos “en lugares equidistantes” con “la superior calidad de vida” como aliado.
La orografía como hándicap y el paisaje como aliado
La orografía ha sido, sin embargo, un hándicap a la hora de recibir infraestructuras tanto de tipo telemático como de comunicaciones por carretera. “Los políticos se han dedicado más a administrar que a hacer y a proponer soluciones”, lamenta con el convencimiento de que el asentamiento de población es directamente proporcional a las oportunidades de trabajo. Attadía, que al principio reconocía sentirse como “un elemento extraño”, tampoco elude hablar de cierta resistencia interna: “Hay cosas que a veces se frenan por culpa de la propia gente de los pueblos”.
Hay que sortear también la orografía para viajar hasta la esquina noroeste de la provincia y encontrar a otro argentino que intenta que el medio rural no sea sinónimo de declive. Maximiliano Ariel Romero es para todos Gurka, el regente desde diciembre de 2011 del restaurante A Corte del Toro en la localidad más al norte del municipio de Peranzanes, en el valle de Fornela. Gurka llegó en la antesala de la última reconversión minera. Las expectativas económicas ya no eran buenas. Procedente de Albacete, hastiado de las llanuras y buscando el monte, la naturaleza fue su aliado. “Yo me vine por el tema del paisaje sin pensar en lo que me iba a encontrar”, dice. Lo que encontró, en un pueblo en el que se acaba la carretera, fue su lugar en el mundo.
Gurka ya era consciente de llegar a una zona que ansiaba alternativas a la minería del carbón. “Pero en Fornela no había ganas de turismo. La gente era muy reacia”, advierte. El sector no va a ser tampoco la panacea, reconoce el sugerir “más futuro” para zonas apartadas como Balouta (en la vecina Ancares) que en antiguos epicentros mineros como Fabero, que busca explotar ese patrimonio industrial como recurso turístico. El turismo de pico y pala no será en ningún caso comparable al de sol y playa que se ofrece con suculentos resultados en otras latitudes como el Levante, afirma ahora que ha consolidado un cierto flujo atraído por los aromas de la carne hasta el último pueblo del valle de Fornela.
El argentino Gurka no encuentra empleados para prosperar en su restaurante ubicado en los confines del valle de Fornela, en la esquina noroeste de la provincia. Tengo una preocupación muy grande. Hay días en que tengo que limitarme a dar un tercio de las comidas que podría ofrecer
Ahora que ya no rige aquello de que “no trabajaba el que no quería” de los años de bonanza del carbón, Gurka tampoco consigue contratar empleados para ayudar como cocineros o camareros. “Tengo una preocupación muy grande. Hay días en que tengo que limitarme a dar un tercio de las comidas que podría ofrecer. Ya sé que la hostelería es complicada, pero pienso que podría haber futuro”, lamenta para denunciar de forma paralela la pérdida de servicios, principalmente sanitarios. “Nos sacaron al médico. Y he tenido que llevar a mi niña al pediatra a Ponferrada porque faltaba en Fabero”, advierte.
Él y su mujer han puesto su granito de arena frente a la crisis demográfica con la primera niña nacida en décadas en un entorno que parece enfrentarse a un destino inexorable ante el que apela a asentar un concepto de país que forje medios de desarrollo adaptados a cada zona: “Y así o nos salvamos todos o no se salva nadie”. Y admitiendo que a veces pone la balanza para contrapesar la ilusión por desarrollar un medio de vida en su paraíso particular con el bienestar y el futuro de su niña, resuelve: “Mi hija es lo más importante. Pero el último cartucho sería irme de aquí. Haría lo imposible por quedarme”. Lo repite con otras palabras como colofón a sus populares vídeos en las redes sociales, a veces entre la nieve: “¡Qué lindo es Guímara!”.
El contraste urbano-rural
Con hielo se manejan desde 2010 Daniele y Maurizio en la Gelatería Italiana Holy Cow, ubicada en la esquina entre la calle Serranos y la plaza Torres de Omaña, en pleno barrio Romántico de León capital. La otra opción pasaba por asentarse en Logroño: “Pero no había nada asequible en el centro”. ¿Qué se encontraron en León? “Una ciudad bonita, turística y acogedora”, responde Daniele sin ocultar que los comienzos fueron duros en varios sentidos, a veces más allá del idioma: “Cuando eres extranjero, todos dudan de ti. No conocíamos a nadie”. Las minas cerraban en las cuencas y un gigante editorial como Everest lo hacía en la ciudad en el momento en el que fue creciendo una heladería que, con todo, ha respondido a las expectativas.
Mientras cerraba la editorial Everest, los italianos Daniele y Mauricio fueron desarrollando una heladería en pleno barrio Romántico de León capital. Pero no todo pueden ser bares. Habría que diversificar más la economía, avisa el primero
El establecimiento se aprovecha de su ubicación en el epicentro de uno de los barrios hosteleros por antonomasia de la capital. “Pero no todo pueden ser bares. Habría que diversificar más la economía”, avisa ahora que Juancho López ha abierto una tienda de discos en esa misma calle que sufrió el cierre de bajos comerciales dedicados a otras actividades. Consciente de que la ciudad tiene el colchón de funcionarios y pensionistas, Daniele, que ya de adolescente ejercía como heladero en Alemania para sacarse un dinero, admite que “se notan más dificultades a final de mes” y que muchos jóvenes emigran en busca de empleo “y apenas el 5% vuelve si tiene suerte”. León capital “tiene mucha historia y futuro”. “Pero la provincia es muy grande. En los pueblos se vive bien, pero si cierran los bancos, las tiendas o las gasolineras y las carreteras están semiabandonadas...”, desliza al contrastar las perspectivas en la ciudad y en el rural.
La ucraniana Olga Maslovska, que llegó a León a finales de 2013 del brazo de su futuro marido, un leonés al que conoció cuando se dedicaban a los espectáculos de magia en Rusia, también diferencia lo urbano de lo rural. “La ciudad ha mejorado en cuanto al urbanismo. Las calles están mejor, aunque las tiendas han sufrido luego por la pandemia. Pero los pueblos van desapareciendo; cada vez hay menos gente”, advierte. Ya antes de la crisis sanitaria, en 2016, tuvieron que dejar un local en la Gran Vía de San Marcos para asentar La chistera mágica en otro de la Avenida de San Andrés, en el barrio de Pinilla. Para su sector, una provincia tan grande se queda pequeña: “Tienes que moverte. Si solamente haces cosas en León, es complicado sobrevivir”, analiza, consciente de que los recursos de un municipio tipo leonés apenas dan para un festival al año.
Tienes que moverte. Si solamente haces cosas en León, es complicado sobrevivir, advierte la ucraniana Olga Maslovska, que llegó a finales de 2013 con su futuro marido para abrir una empresa dedicada a los espectáculos de magia
La pandemia hizo una especie de selección natural en un sector que se ha dejado capital humano por el camino. Olga y su marido han podido mantener La chistera mágica porque lo compatibilizan con una empresa de electricidad que también sobrevive ahora que el pinchazo de la construcción ha reducido las nuevas instalaciones fundamentalmente a labores de mantenimiento. Y ahora que el censo de ucranianos en la provincia ha pasado desde el comienzo de la guerra de 300 a 500, ella recuerda el hándicap del idioma para estos circunstanciales nuevos moradores que ansían el regreso: “Nadie de los que han venido ahora quiere quedarse”.
Con el idioma todavía lidia la estadounidense Cherin Miller, que llegó en 2012 a una cuenca minera que perdía la última batalla por la supervivencia de su sector emblemático mientras su equipo femenino de baloncesto arribaba a la élite. Gilda dejó precisamente ese año el todavía Coelbi (ahora Embutidos Pajariel Bembibre) con el conjunto ascendido a Liga Femenina, donde lo cogió esta norteamericana que desconocía que la tierra que iba a pisar todavía escondía un tesoro negro: “Cuando llegué a Bembibre”, cuenta en inglés, “no sabía que había gente que todavía trabajaba en las minas”.
La baloncestista Britany Miller llegó en 2012 el Embutidos Pajariel Bembibre que había dejado en la élite Gilda, una excepción entre la segunda generación de caboverdianos. Antes la minería movía a toda la sociedad. Ahora cada sector pelea por lo suyo, lamenta
Cherin vivió aquella primera temporada en la élite y regresó para ahora completar la última casi diez años después. “Han cambiado muchas cosas. Muchos negocios han cerrado. Antes había más prosperidad. Ahora las cosas han cambiado, sobre todo en el terreno económico”, afirma sin, por el contrario, dejar de considerar que observa más optimismo en una población que se siente orgullosa de su equipo de baloncesto. “La gente ama al equipo. Hace diez años no había tanta afición. Y no les gustaba el nuevo pabellón”, señala. Sin esconder que se siente “un poco privilegiada” por jugar en un equipo en la élite en una localidad tan pequeña y todavía sin saber su destino a partir de septiembre, confía en que el futuro sea mejor para Bembibre: “Me gustaría que hubiese más medios de transporte, y no sólo una estación de autobuses. Siempre intentaré volver”.
Gilda, que ahora está implicada en la directiva del club y trabaja en el Ayuntamiento de Bembibre, no deja de ser una excepción en la segunda generación de caboverdianos, que ya no vivieron aquello de que “no trabajaba el que no quería”. “De mis tres hijos, dos están fuera: uno en Canarias y otro en Madrid”, ilustra Moreira Pinto. “Yo tuve suerte; si no, me tendría que haber ido”, aporta Gilda al anotar que algunos compañeros de quinta marcharon a otro trabajo duro como la mar en la costa gallega. Ella, que reconoce que el dinero que llegó para reconvertir la economía “estuvo mal gestionado” y “solamente benefició a unos pocos”, vive de cerca el chute de autoestima que supone para una cuenca herida presumir de equipo de baloncesto. “Y si hubiera coincidido con el boom de la minería, hoy estaríamos compitiendo con Perfumerías Avenida”, cuenta para reflejar el “orgullo” y al mismo tiempo la paradoja de estar en un club de élite en una provincia que se ha acostumbrado a jugar con el marcador en contra.