Tres lectores y nada que contar

Una ilustración de tres monos de una inteligencia artificial.

Permítanme disculparme por no tener nada que contar y simplemente atravesar el muro de palabras que nos separa para recrearme en las distintas reacciones que puede haber provocado la anterior y gratuita confesión en alguno de ustedes. Imaginemos, por ejemplo, tres situaciones protagonizadas por otros tantos lectores. Vaya por delante que, en cualquier caso, todos habrán aterrizado en estas líneas por mor de una serie de casuales avatares. Aunque sea cual sea el motivo que les ha situado ante esta columna, lo obviaremos y pasaremos directamente a ese plano que enfoca su reacción.  

Nuestro primer lector es, sin duda, el más inteligente. Apenas perderá medio segundo en digerir la noticia de que un extraño no tenga nada que contar. Después solo le quedará seguir leyendo con pereza estas palabras o abandonar indolentemente esta misma página digital.

En la segunda situación veríamos a un lector medianamente sensato que, además, es un fiel o intermitente seguidor de los desvaríos de un servidor en este periódico local. No estoy muy seguro de que ambas cosas sean compatibles, pero en fin, continuemos. Este lector simplemente murmurará un lacónico: 

— ¿Y?

Finalmente extendámonos con el tercer caso, los más beligerantes, aquellos que viven perpetuamente enfadados con el mundo, los más vehementes. Estos llegarán a tomarse la cosa tan absurdamente en serio como para farfullar en voz baja:

— ¿Y a mí qué me importa? 

Casi al instante y definitivamente crecidos y satisfechos por haber encontrado, al fin y después de buscar carnaza entre las páginas de varios diarios (hubieran acabado antes encendiendo el televisor) una tontería tan irritante como para canalizar o saciar su apetito de mala leche, sentenciarán: 

— Menudo mamarracho. 

Probablemente, si alguno de ellos tiene a su mujer cerca, la hará participe de su indignación. Ella, por supuesto, no le escuchará. Simplemente levantará los ojos para mirarle como quien mira a un extraño, y volverá a bajarlos automáticamente para seguir escrutando su pequeño dispositivo electrónico con cotidiana inercia.

Después de esa escena sólo puede ir un final discreto, fugaz y mudo. Por ejemplo, con un plano medio enfocando al hombre mientras teclea en su teléfono y esboza un mínimo gesto de alivio. Este improvisado y diminuto epílogo duraría unos pocos segundos, los suficientes para que el espectador comprenda que esa expresión casi imperceptible que se dibuja en el rostro de nuestro ya reconfortado lector sólo puede significar una cosa: ha descubierto lo fácil que es cambiar el contenido de su pantalla y se congratula íntimamente al saberse más sabio que hace unos minutos, antes de comenzar a leer esta columna, antes de convertirse en el circunstancial e inesperado protagonista de esta pequeña historia. 

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