Es una imagen recurrente: la del señor con los cojones gordísimos eructando que ya no se puede hacer (¡Si es que ya no dejan...!) lo que acaba de hacer. Hay un montón de gente que quiere ser machista (como toda la vida) pero no quiere que se lo llamen. Les parece mal. Oye. Desean seguir comportándose de una forma, en el mejor de los casos, violentamente paternalista y condescendiente, porque es lo natural, pero les molesta mucho que les digan cosas feas. Insultos. Por lo menos consideran que machista constituye un insulto. Algo es algo. Para justificar sus cipotudas maneras dan dos argumentos, motivos o razones indiscutibles que les alejarían de tan injurioso calificativo: 1) la libertad de expresión y 2) el afirmar que no son machistas. En España uno no es un mentiroso, ni un ladrón, ni un racista, ni un machista... si asegura que no lo es y, sobre todo, si señala y exclama con suficiente contundencia y dedo acusador que lo son los demás. Hace tiempo que las pruebas e incluso las sentencias judiciales no significan nada. Y la libertad de expresión todos sabemos que empieza y termina donde a algunas personas les da la gana. Si el caballero quiere decir un disparate (o un bonito piropo, porque los piropos siempre son deseados, elegantes y hasta obligatorios) la libertad de expresión (que no hay) le debería asegurar no solo impunidad, sino románticas recompensas. No hay agresor y agredida. Hay un hombre normal y una feminista (además, fea y desviada) que no entiende el feminismo de verdad (las mujeres no entienden nada) por la que interceden y a la que justifican ofendiditos blandengues. La verdad es que estoy harto de hablar en genérico y de géneros. Pero es que pareciera que los hombres somos individuos y nuestros logros nos pertenecen y las mujeres son solo parte de una especie, como las hormigas de un hormiguero. Furioso como hombre, no quiero pensar cómo me sentiría si fuese mujer. Sé, eso sí, que no deberían dejarme ir armada.