HUMOR GRÁFICO Los accidentes del verbo

Realismo pulcro

Llevo a mi madre al ambulatorio. Como estoy podrido de referencias me vienen a la cabeza Raymond Carver y La balada de Narayama. En ese orden y por motivos. El ambulatorio de la avenida Condesa de Sagasta en León es un vórtice. Me asombra que su interior bronco, macho, de desgastado falangismo no siga oliendo a tabaco. Cuando hago la tercera cola de la mañana para pedirle hora al especialista –reumatología– colocan un folio fotocopiado con celo en un cristal. Sobre las vacunas de la gripe. No hace ya falta pedir cita. Me acabo de pasar ocho días tosiendo porque creí ser inmune y todopoderoso y perpetuo. Que si se ve, me pregunta la chica simpatiquísima –casi todas lo son, cosa que me deja perplejo y más en tales ámbitos–. Perfectamente. Y se entiende. Solo se me ocurren cosas sobre la dulce, dulce muerte. Las personas somos una copia de seguridad. Mala, además. Contaminada. Con virus, en formatos que ya no funcionan y cadenas de información no funcionales, desinentes y vestigiales. Pero es lo que dijeron nuestros ancestros y nada más; quiero vivir para siempre, en otro cuerpo si es necesario. Haré lo que sea: mentiré en agua o cielo, me desplazaré en soluciones salinas o amoniaco con pseudópodos, cilios o flagelos, pero mi signo, mi identidad, mis genes, perdurarán. ¿Debe seguir tomando corticoides? Voy a aumentarle la dosis. Le vienen mal. Se los quito. Tiene dolores. Paracetamol. De vuelta, en el coche, mi madre me dice que no tiene ilusiones. No te jode. 

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