El silencio al que tanto tememos

Parque de Gutiérrez Mellado en el barrio de Eras de Renueva en León.

Si un bien preciado tiene nuestra ciudad de León son sus jardines. Sus árboles (algunos centenarios, como por ejemplo los castaños de las Indias y los tilos que dan vida al parque de San Francisco) ramifican sus colosales brazos hacia el infinito y extienden sus raíces en la profundidad, construyendo un axis mundi (concepto simbólico del eje cósmico que conecta al cielo con la tierra). Gracias a su porte imponente, muchos de ellos aparentan ser la réplica en miniatura del Yggdrasil o árbol de la vida nórdico (fresno gigantesco en el que, según la mitología vikinga, conviven los hombres junto a seres elementales de la naturaleza). Así, mientras que sus ramas apuntan hacia la luz, sus raíces fabrican un tejido que conduce al reino mineral oculto en las sombras, habitáculo en el que, siguiendo a los antiguos griegos, Perséfone cohabita con Hades en la estación invernal.

Pero mitología aparte, no resultaría demasiado difícil darnos cuenta de que nuestros jardines no solo son los ‘pulmones de la ciudad’ por liberar oxígeno y purificar el aire, sino fuentes de energía vital que nos liberan del muermo cotidiano y de cuanto trauma adquirido o estupidez innata nos invade. Bastaría con permanecer en la quietud de uno de ellos para ver y sentir la realidad desde una perspectiva diferente, sin estrés, sin prisa por llegar a tiempo a cualquier sitio, sin el afán de competir con nuestros semejantes en la ardua batalla por alcanzar primeros puestos en el hit parade de lo aparentemente válido. Todos habremos experimentado alguna vez la relajación que nos proporcionan el olor a tierra mojada o el aroma de la resina del pino, el sonido del agua de una fuente al caer o el crujido de las hojas secas bajo nuestros pies. Y si es así, ¿por qué nuestros verdes jardines se presentan casi desiertos mientras los bares permanecen abarrotados? ¿Será que los enamorados han renunciado definitivamente a sus citas en un banco a la sombra de una acacia? 

A pocos metros de donde habito, resplandece uno de estos locus amoenus. Es un acogedor espacio –no demasiado extenso– rodeado por un seto que le sirve de muralla divisoria entre el ‘sin parar’ de los robots sociales y la serenidad plena de su naturaleza. En la mayoría de las ocasiones, paso de largo por la acera y lo bordeo sin percibir el axis mundi que me invita a conectar con lo divino. Pero otras veces, cuando la nostalgia, la tristeza o la incertidumbre me superan, acudo a la intimidad de este jardín en busca de respuestas. Encuentro entonces a una anciana de incalculable edad, bastón en mano, siempre sola y sentada en el mismo banco (vale decir que también yo me siento siempre en el mismo banco), con la mirada perdida y la sonrisa atrapada por un montón de recuerdos. Ella no nota mi presencia, posiblemente porque, habiendo renunciado al tiempo del reloj, han dejado de importarle las miserias emocionales y los perfiles psicológicos de sus congéneres. La observo desde la distancia. Me parece que la soledad ya no es para ella ese monstruo amenazador, sino su amiga más sincera, esa que no le miente jamás.

Otra vista del Parque de Gutiérrez Mellado en Eras con las hojas caducas de otoño.

De repente, una madre con su hijo pequeño irrumpen en el idílico escenario. La señora lleva al niño al área infantil y lo monta en uno de esos toboganes construidos para que las criaturas retocen y aprendan que las caídas son parte de la evolución del ser humano. Mientras tanto, peino visualmente el panorama, saltando desde el banco de la anciana sumida en la nada hasta el tobogán del chiquillo ávido de juegos (imagino que el espacio que media entre ambos es la expresión concentrada del lento transcurso de la vida).

Y es que, seres imperfectos como somos, somos, ¡oh vida!, hijos tuyos que huimos hacia el caos, acobardados ante la inexorable condición –¡Magnífica cualidad!– de ser únicos e irrepetibles en nuestra especie. ¿Será que tanto tememos al silencio de nuestros parques que, sin darnos cuenta de ello, preferimos convertirnos en súbditos de la barahúnda que pulula por calles y avenidas? A cambio de nuestra inconsciente renuncia a la calma, tanto si nos gusta o no, se nos ofrece gratuitamente el ensordecedor sonido de cualquier ritmo estridente. ¡Que vivan el hip hop, el reguetón y la música electrónica de baile (EDM) por estar marcando tendencias en las listas de popularidad! Y de paso, ¡que vivan todas las tendencias sean cuales sean! (total, a fin de cuentas, somos libres de elegir con qué modas y modismos irnos a la cama). Pero renunciar al silencio de nuestros parques, obviar la música del viento meciendo las ramas de los árboles, desperdiciar nuestros pasos caminando a toda leche por la acera cuando podríamos tocar el infinito en un verde jardín, me pregunto por qué.

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