Conocí a una pareja de gallegos profesionales cuya insistencia en que todo lo que veían, comían, bebían, experimentaban o percibían con cualquier parte de su cuerpo tenía un reflejo más –siempre más– intenso en su tierra natal pasó de ser irritante a ser cómica. Resultaba indiferente cuál fuera el fenómeno: desde una catedral a un electrodoméstico, un bicho o una aurora boreal. En su aldea eso era mejor y más antiguo y poderoso. El pueblo español, como absolutamente todos los demás, está lleno de contrastes y mezcla su documentado fanatismo con una pasión –que puede llegar a ser igual de homicida– por relativizar que creo desproporcionada y proviene de cierta sobrecompensación. No me refiero al pueril y tú más o el mira este o el otros lo hacen de niños repelentes o políticos de aluvión; o al cejijunto tesón de animal confinado de mis conocidos galaicos. No. Descansa más en la comparación por sistema de lo nacional con otros países solo en lo malo. Siempre, de forma invariable, ABSOLUTAMENTE EN TODOS LOS CASOS y se hable de la atrocidad legal que se hable –lapidación por adulterio, condena a muerte por obscenidad, desmembramiento con caballos por ateísmo, decapitación por risitas, condena de muerte por burla al líder infalible e inefable, fusilamiento al amanecer por posesión de póster de Ed Sheeran...– habrá alguien que diga: 'Igual que aquí' y saque el ejemplo de los titiriteros de AlkaEta, el Cristo de Krahe y el paso del Coño Insumiso. En España, nadie lo duda, pululan los jueces chalados –inciso: ahora si alguno de ellos trata de empurarme por listo, puedo decir, como Jesús Gil, que hablaba de jueces… de línea–, pero el mantra de que todo es una dictadura resulta tan falaz como cómodo; por eso, claro, tal argumento está siendo ahora abrazado de forma incansable –aunque paradójicamente cansinísima– con tanta violencia por la derecha.

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