“Termino o muero”. Cuando al paso por el Galibier del Tour de Francia de 1924 el ciclista Victorino Otero (San Andrés de las Puentes, Torre del Bierzo, León, 1896-Torrelavega, Cantabria, 1982) lanza este agónico grito, por su cuerpo ya había pasado una especie de terremoto: magullados los ojos por el polvo que levantaban los coches, ensangrentada la entrepierna al roce con el sillín, hinchados los tobillos al pedalear una kilometrada de pie para evitar sentarse. No había concluido el descenso, que afrontaba con una bicicleta con el cuadro nuevo tras remendar en carretera un pedal, cuando se rompió la cadena y tuvo que caminar hasta un taller para comprar otra. Fue en este puerto mítico, en el que Vicente Trueba cimentó su leyenda y la iconografía puso un bidón en medio de la rivalidad entre Gino Bartali y Fausto Coppi, donde Otero hizo un pacto con sus propios límites todavía sin saber lo que iban a sufrir sus muñecas un día de tempestad camino de Dunkerque con la máquina traqueteando por el empedrado. Ni conocía cuando se murió (esta vez sí, a principios de los ochenta) que ni él ni el catalán Jaume Janer, que también llegó a París aquel mes de julio, fueron los primeros españoles en completar la carrera más importante del mundo. Pero esa es otra historia.
“Para mí el ciclismo es sufrir y vencerme”, diría años después el francés Louison Bobet, el primero en ganar de forma consecutiva tres ediciones de la ronda gala, en 1953, 1954 y 1955. La cita le sirve el autor cántabro Ángel Neila para titular su libro Victorino Otero Alonso “El Soldado”. Sufrir y vencerse, un recorrido biográfico editado por Círculo Rojo y que se presentará el sábado 29 de marzo a las 11.00 horas en el Museo de la Radio de Ponferrada, apenas unos meses después de cumplirse el centenario de aquel Tour de Francia de 2024. La publicación trasciende al personaje para entrar al rescate de toda una época sometida al olvido en un país que luego encumbró hasta envolverlo en mística a Federico Martín Bahamontes, empujó a Luis Ocaña en sus duelos contra el gigante Eddy Merckx, demarró detrás de Pedro Delgado, reventó el cronómetro con Miguel Indurain y, tras una larga espera por un sucesor, remontó el vuelo con Alberto Contador y los triunfos puntuales de Carlos Sastre y Óscar Pereiro.
España era otro país. Todavía supuraban las heridas de la pérdida colonial de Cuba y Filipinas en 1898 cuando se desangraba en Marruecos por las mismas fechas en las que una crónica de la marcha de Victorino Otero en el Tour de 1924 tenía algo de parte de guerra. “Otero arribó a Brest, final de la tercera etapa, con horribles heridas en la entrepierna debidas al roce del sillín, con un sufrimiento horrible que supone el escozor en esa parte tan delicada. Le vi quitarse el culotte y estaba todo ensangrentado. ¡Horrible! Y le faltaban aún 4.400 kilómetros”, escribió entonces Clemente López-Dóriga en el periódico La Región. El deporte funcionaba como analgésico moral. La plata del equipo de fútbol en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920 alentó en esa década la creación de clubes (la Deportiva Ponferradina y la Cultural Leonesa, sin ir más lejos). Tras la gesta de Otero y Janer, varias de aquellas entidades formaron secciones ciclistas, se crearon competiciones e incluso se habló de lanzar la Vuelta a España.
Se trata del contexto en el que se desarrolla la biografía deportiva de Victorino Otero, nacido y criado en el pequeño pueblo berciano de San Andrés de las Puentes, donde al menos una vez quemó fortuitamente la casa paterna. La familia emigró a Marsella (Francia), donde ya de chaval combinó distintos trabajos con sus primeras competiciones ciclistas. Otero regresó a España para hacer el servicio militar y fue destinado a Santander, donde prosiguió durante ese tiempo su carrera deportiva hasta ganarse el apelativo de El Soldado. Tras volver a Marsella, acabó por asentarse en el barrio santanderino de Peñacastillo, donde empezó a trabajar en un garaje de bicicletas al tiempo que participaba en pruebas, según expone el libro de Ángel Neila, que sitúa un punto de inflexión en su rendimiento en la Vuelta Ciclista a Cataluña de 1923. Apenas unas semanas después volverá a Francia, pero ahora puntualmente para participar en el Tour de aquel año. La desgracia llegó pronto: rompió la horquilla y tuvo que abandonar la ronda en la tercera etapa. Y ya tuvo entonces su penitencia: caminó ese día 18 kilómetros con la bicicleta de la mano para no llegar fuera de control.
La concatenación de sus participaciones en el Tour de 1923 y 1924 pudo dar luego a confusiones en el relato de los hechos. Enrolado en la categoría de tourist-routier (ciclistas que corrían como independientes sin el amparo de técnicos y masajistas) y obligado a agenciarse reparaciones y alojamientos, la carrera para Victorino Otero resultó incluso más dura que lo que dicta el salvaje libro de ruta de la edición de 1924: 5.425 kilómetros divididos en 15 etapas (en días alternos, del 22 de junio al 20 de julio), hasta cinco de ellas por encima de los 400 kilómetros (la más larga, de 482, y la más corta, de 275). El propio Otero dijo que llevó 1.500 pesetas y 5.000 fotos suyas, a modo de postales, para venderlas sobre la marcha y costearse las noches. Neila se decanta por la posibilidad de que portara realmente 5.000 francos, adelantados por el industrial José López Herrera a la espera de los resultados de la campaña de captación popular de fondos.
Otero afrontó aquellas dos aventuras con apoyos contados como los de la familia Cuesta de Gijón, que puso a su disposición las bicicletas en las dos ediciones (y probablemente 1.500 pesetas en la de 1923) y la familia López-Dóriga de Santander, que aportó aquel cuadro nuevo con el que el corredor afrontó en la de 1924 la ascensión al Galibier tras haber roto el original en la tercera etapa y hacer él mismo un apaño en una herrería. “Lo importante no fue sólo lo que consiguió, sino cómo lo hizo”, destaca en conversación telefónica Ángel Neila, que ha rastreado las pocas crónicas de la época para intentar trazar el perfil de aquel ciclista de pocas palabras que se expresaba mejor acoplado a la máquina. “Era un todoterreno. Subía, bajaba y llaneaba. Descendía mejor que subía”, apunta citando una crónica periodística que lo cataloga como “el routier de las fuertes piernas de acero”.
La aventura del berciano en el Tour de 1924 puede seguirse también a través de los escritos que dirigió al periodista Román Sánchez Acevedo Pepito Pedal. “Por aquí he pasado yo, amigo Román. Vd. No sabe lo que es pasar por aquí, sube que sube después de miles de kilómetros y de centenares de calamidades (…). Pero yo termino o muero, dígaselo a Santander. Que termino o muero”, le escribió al tratar de explicarle el paso por el Galibier, uno de los colosos históricos de la carrera, situada la cima a más de 2.500 metros de altitud en los Alpes. Neila le da al episodio aliento literario al reconstruir la secuencia imaginándose a Otero: “Sus pulmones como fuelles que atizan el fuego en las rodillas. Las piernas embutidas acá y allá con exagerados músculos de gigante, mientras que los brazos, atrofiados, quedan reducidos al uso de leves riendas. Vientre hundido como un cuenco, diríase que es posible coger entre los dedos el ombligo y la espina dorsal”.
“Lo importante no fue sólo lo que consiguió, sino cómo lo hizo”, dice el autor de la biografía, Ángel Neila, al subrayar cómo la gesta influyó para que el ciclismo en España “dejara de ser considerado un deporte pintoresco”
Además de rastrear la hemeroteca, contrastar los datos y dar forma literaria a los hechos, Victorino Otero Alonso “El Soldado”. Sufrir y vencerse tiene otro valor añadido: el de subrayar la repercusión de aquella gesta. Janer acabó en el puesto 30 y Otero en el 42; los dos llegaron al Parque de los Príncipes de París enfundados en sendos maillots con los colores de España aportados por Clemente López-Dóriga. “Había mucho más patriotismo antes que ahora”, constata Ángel Neila sobre aquel país desnortado que hacía agua en Marruecos, sometido a la dictadura de Primo de Rivera y abocado a una crisis económica que estallaría en el mundo con el crack del 29. Y así lo deportivo servía de suerte de “reivindicación nacional” que pudo tener su traslación en el nacimiento de pruebas: no había terminado 1924 cuando despuntaron la Vuelta al País Vasco y la Sevilla-Cádiz-Sevilla y en 1925 surgieron la Vuelta a Cantabria, la Vuelta a Asturias y la Vuelta a Andalucía. El ciclismo, que tenía cierta repercusión en Cataluña, llegó a más latitudes. “Y dejó de ser considerado un deporte pintoresco”, enfatiza el autor al indicar cómo la prensa andaluza de la época llamaba a los corredores “excursionistas”. La falta de competidores y la mala calidad de las carreteras lastraron la pretensión de hacer una Vuelta a España, que todavía tardaría hasta fundarse en 1935 con el impulso de Clemente López-Dóriga y el diario Informaciones como organizador siguiendo la estela de otros países.
“El fin de un ciclo épico”
La repercusión fue más negativa para la trayectoria deportiva de Victorino Otero, que pudo pagar aquel esfuerzo heroico. “No sigo, tengo agarrotados los músculos. Me pasa algo muy raro, quiero correr y no puedo. Mis piernas me traicionan. No puedo seguir a muchachos que no hace mucho no me han podido seguir. Además, tengo mala suerte, pincho y me caigo como un principiante. En fin, me resignaré”, dice el propio ciclista apenas unas semanas después ya habiendo quedado escaldado con una experiencia en la que sobrepasó sus límites. “Ni por 100.000 pesetas de premio vuelvo al Tour”, había sentenciado. El propio Neila sitúa en 1925 “el fin de un ciclo épico” que había comenzado en 1923. Otero se asentará finalmente en Torrelavega, donde acabó por montar su propio taller y tienda de bicicletas, y donde contribuyó económicamente con todos sus ahorros (13.000 duros) para construir un velódromo.
Su impronta quedó para la historia. Poco tardaron en tomarle el relevo. Vicente Trueba fue el primer rey de la montaña del Tour ya en los años treinta. Fue al cumplirse en 2005 el centenario del nacimiento del célebre ciclista cántabro cuando Ángel Neila publicó la biografía Vicente Trueba Pérez. La pulga de Torrelavega. Ahora que acaba de pasar el aniversario redondo de aquella carrera ya glosada por el periodista Albert Londres con sus crónicas para Le Petit Parisien englobadas en el libro Los forzados de la carretera. Tour de Francia 1924, ha hecho otro esfuerzo por rescatar del olvido a Victorino Otero, el tercer español y primer leonés (Javier Pascual Rodríguez coronaría en primera posición el Tourmalet en el Tour de 1997) en concluir la ronda gala puesto que luego se descubriría que José María Javierre ya había completado el de 1909. Otero, que desde 2007 cuenta con una calle en Torrelavega y desde el pasado verano con una plaza dedicada en su pueblo natal, sobrevivió al Galibier, pero apenas se apeó de la bicicleta hasta hacer en 1975, con 79 años de edad, una improvisada Vuelta a España de 4.337 kilómetros repartidos en 43 etapas. “Hoy”, había dicho, “a mis 72 años y con buen tiempo, vengo a hacer una media de 40 a 50 kilómetros, y los domingos nunca bajo de 80. Si dejo de andar en bicicleta, yo creo que me muero”. Y murió, finalmente, a los 86 años en su propio taller rodeado de bicicletas.