Cien años de la odisea de Victorino Otero en el Tour de Francia: etapas de casi 500 kilómetros, 1.500 pesetas y 24 tubulares
Para llegar al entorno de la casa natal del tercer ciclista español que terminó el Tour de Francia hay que serpentear por callejuelas cada vez más empinadas en un pueblo enclavado en plena cuenca minera, con valles y montañas ahora coronadas por molinos eólicos. Victorino Otero Alonso, que vino al mundo en 1896 en San Andrés de las Puentes (Torre del Bierzo, León) y quemó de niño al menos una vez fortuitamente la vivienda familiar, tuvo hace ahora cien años que subir las rampas del Peyresourde y el Tourmalet. Y eso no fue lo más duro. Otero, que se asentó de chaval con su familia en Marsella y regresó de joven a España, ya vivía en Torrelavega (Cantabria) cuando en 1924 participó en una de las ediciones más dantescas de la ronda gala, quizá la que más alimentó su leyenda épica. “Ni por 100.000 pesetas de premio vuelvo”, declaró después quien pedaleó 100 kilómetros tres días antes de morir, con más de 85 años de edad, detrás del mostrador de su taller y tienda de bicicletas.
El Tour de Francia de 1924 no fue uno cualquiera. La dureza llegó hasta el paroxismo. Y quedó reflejada en las crónicas firmadas por el periodista francés Albert Londres en la publicación Le Petit Parisien que se recopilaron en el libro Los forzados de la carretera. Tour de Francia 1924, que dio lugar a la traducción imprecisa como los esforzados de la ruta para referirse a los ciclistas. Las declaraciones al retirarse de la prueba de uno de ellos, Henri Pelissier, pasaron a la historia al aludir a “cocaína para los ojos” y “cloroformo para las encías” como forma de capear un “calvario” redoblado por tener que agenciarse los medios para alimentarse o reparar las máquinas. Victorino Otero también hizo las suyas, con el agravante de tratarse de uno de aquellos touriste-routiers que corrían por independiente. “En los controles, ¡me daba envidia ver los paquetes de comida que les daban a los ases! En cambio, a nosotros, un panecillo con manteca, y gracias. A los 20 kilómetros tenía que apearme frente a una tienda y comprar comida… A veces, cerca de los controles, los privilegiados tiraban pollos enteros… porque unos kilómetros más allá los tenían frescos”, contó en declaraciones recogidas del archivo de Ezequiel López El Zapa.
Su primera odisea fue la vital. Nacido y criado en San Andrés de las Puentes en el seno de una familia dedicada al campo, Victorino Otero no había cumplido los 10 años de edad cuando hubo que emigrar a Marsella. La casa familiar se había quemado hasta en dos ocasiones. “Decían que de niño era muy traste”, cuenta en la localidad berciana Aladino Castellano, descendiente por las ramas tanto materna como paterna, para entrar en la hipótesis de que fuera el responsable fortuito de ambos incendios. “Parece ser que una vez se quemó la casa asando castañas en el pajar”, señalan desde Torrelavega sus nietos Herminia Martínez Otero y Luis Franco Otero. Sea como fuere, la familia hizo las maletas y se embarcó en Barcelona hasta Marsella, donde Victorino pasó de chaval por varios empleos, entre ellos en un almacén de vinos y en el obrador de una confitería. Poco a poco iba ahorrando para comprarse una bicicleta.
Fue en Francia donde empezó a practicar el ciclismo. Brillaba en modalidades como el ciclocross cuando tuvo que regresar a España para hacer el servicio militar en Santander en 1918. “Mientras estuve en el cuartel me dejaban entrenar y participar en pruebas”, afirmó muchos años después en el diario Marca quien de aquella se ganó el apelativo de El Soldado. Había sido ya sexto en el Campeonato de España de 1919 y primero en el Velo Club Marsellés de ciclocross en 1922 cuando en 1923 fue por primera vez al Tour de Francia. Lo hizo animado por los hermanos Cuesta de Gijón, que le proporcionaron la bicicleta y 1.500 pesetas, y los López-Dóriga de Santander, que le buscarían trabajo para que pudiera asentarse en Torrelavega tras haber regresado al país galo. Pero en los primeros compases de la ronda rompió la horquilla de la máquina y tuvo que retirarse. Y aunque hubo de caminar 18 kilómetros para no llegar fuera de control, probablemente no tuvo entonces margen de maniobra para comprobar del todo la dureza de una competición a la que volvió al año siguiente.
“En Sables tomamos la salida a las diez de la noche. A Bayona llegamos al día siguiente, pasadas las seis de la tarde”, le contó años después Otero al diario ‘Marca’
Lo primero para participar en el Tour de Francia de 1924 fue buscarse los medios. La colecta de fondos dio menores resultados en Cantabria que en el País Vasco, donde se canalizaron las ayudas a través del diario deportivo Excelsior, apunta Ángel Neila, autor de la biografía Vicente Trueba Pérez. La Pulga de Torrelavega. La organización del Tour aportaba 20 francos diarios, cantidad totalmente insuficiente dado además que había que agenciarse gastos y alojamiento. Los hermanos Cuesta volvieron a aportar 1.500 pesetas y Otero se guardaba un as en la manga (o, más bien, en la maleta). “Los isolés (independientes) recurríamos al procedimiento de hacer unos cientos de nuestras propias fotografías sobre o al lado de una bicicleta y venderlas en localidades que eran finales de etapa”, le dijo al diario Marca. Hasta 5.000 de estas imágenes, casi a modo de estampitas, llevó para distribuir en Francia.
Casi 5.500 kilómetros
El Tour de 1924 se dividió en 15 etapas (se corrió en días alternos, entre el 22 de junio y el 20 de julio), hasta cinco de ellas por encima de los 400 kilómetros (la más larga, de 482, y la más corta, de 275) hasta completar 5.425 kilómetros (la edición de 2024 que comienza este sábado tiene un recorrido de 3.500 kilómetros en 21 etapas). “En Sables tomamos la salida a las diez de la noche. A Bayona llegamos al día siguiente, pasadas las seis de la tarde”, ilustra en Marca Victorino Otero para, a renglón seguido, aclarar cómo se las arreglaban para pedalear de noche: “Nos alumbraban los coches, pero como pronto se producía la dispersión (del pelotón) nos ayudaban en la noche las fogatas que los aficionados encendían a lo largo de las carreteras”. Para subir los puertos de los Pirineos y los Alpes había que bajar de la bici y cambiar de posición la rueda trasera para subir el piñón. Para añadir más dosis de épica, tuvo que hacer una etapa entera de pie sin poder sentarse en el sillín. Victoriano López-Dóriga le consiguió un cuadro nuevo para la bici averiada (el propio Otero había conseguido salir del paso en una herrería) sin el cual no habría logrado terminar el Tour.
Otero había llevado 24 tubulares (era obligatorio portar tres por etapa), suficientes para reparar los pinchazos. Más allá de la dureza de los puertos de montaña, recordaba aquellas carreteras “sin alquitrán, polvorientas, onduladas, con baches…” amén del pavés. “Ninguna etapa es comparable a la penúltima, Metz-Dunkerque, disputada en medio de una tempestad. Los 180 kilómetros de empedrado no los olvidaré en mi vida. De piedra a piedra hay algunos centímetros, y no sé cómo resistieron nuestras frágiles bicicletas… y nosotros mismos. Las muñecas se hinchaban, hasta el punto de no poder coger el manillar”, describió en declaraciones recogidas en el archivo de Ezequiel López. El mundo vivía en período de entreguerras. “Las gorras, blancas en la salida, están ahora descoloridas, manchadas, enrojecidas; tienen un aire, en la frente de estos hombres, de vendajes de heridos de guerra”, escribió Albert Londres. El ciclista berciano renunció a más batallas: “Ni con 100.000 pesetas de premio vuelvo a tomar parte en una Vuelta a Francia”.
Logró que el ciclismo dejase de ser considerado un deporte pintoresco para ser apreciado en toda regla
El ciclista, que se clasificó en el puesto 42, no volvió al Tour. Fue el tercer español en terminarlo (el mismo 1924 lo hizo Jaume Janer en el 30 y en 1909 José María Javierre en el 17). Pero sus gestas no fueron en balde. Su papel tuvo una repercusión más allá del recibimiento del regreso de la prueba. “Logró que el ciclismo dejase de ser considerado un deporte pintoresco para ser apreciado en toda regla”, destaca Ángel Neila. “Mi abuela me hablaba de los Trueba. Y aquello se me quedó grabado”, aporta el director del Museo Vicente Trueba de Torrelavega, Roberto Noriega, al frente de la instalación que toma el nombre de quien en 1933 ganó el Premio de la Montaña en el Tour. Los éxitos trascendieron lo deportivo. Torrelavega llegó a ser a mediados del siglo XX la segunda ciudad de Europa en densidad de bicicletas por habitante sólo por detrás de Amsterdam, repesca Neila para sugerir la conveniencia de que hubiera sido identificada como la Ciudad de la Bicicleta y no como la Ciudad del Dólar, el mismo apelativo curiosamente que en la posguerra tuvo la Ponferrada cercana a la localidad natal de Victorino Otero por la pujanza de la minería del carbón y del wólfram.
Por las empinadas calles camino del Barrio de Arriba de San Andrés de las Puentes pedaleaba un día ya siendo mayor Victorino Otero, que se retiró en 1928, ayudó a costear el velódromo de Torrelavega y montó tienda y taller de bicicletas en la ciudad. “¡Parece que tiene humor!”, le dijeron, sin sospechar quién era, en su pueblo natal. “Si le digo de dónde vengo no me lo cree: vengo de Santander”, respondió al referir un viaje en bici de más de 300 kilómetros. “Entonces es de la familia mía”, terció Aladino Castellano, que lo recuerda hospedándose en casa de un primo, pagando un día el billete de todos los viajeros del autobús a la vecina localidad de Las Ventas de Albares por sus fiestas patronales y comiendo copiosamente por las de San Andrés. “Comía por más que dos de los de casa. Era mejor comprarle un traje que darle de comer”, ríe Aladino. Y la mente viaja en el tiempo hasta visualizar unos pollos frescos y un panecillo con manteca.
Su nieto Luis no ha olvidado las excursiones de los domingos de chaval con su abuelo a Cabuérniga en bicicleta. “Llevábamos para comer. Y si no terminábamos, se merendaba. Pero no se volvía con comida para casa”, cuenta por teléfono destacando su gusto por el vino y el picante y sin esconder tampoco algún enfado: “Estuvo dos años sin hablarme porque dejé de andar en bici”. En la tienda y taller, denominada Bicicletas Otero, también tenía sus propias normas: “Si la bici estaba sucia, no te la arreglaba”. En la familia lo recuerdan como “muy independiente”. “A veces desaparecía y resulta que se había ido en bici sin decir nada”, rememoran. ¿Contaba batallitas del Tour de 1924? “No era muy dado a hablar de sus cosas”, responde Herminia.
El alcalde de Torre del Bierzo muestra su disposición a tributar próximamente un homenaje a Victorino Otero: "Para mí es un orgullo como alcalde y como aficionado al ciclismo. Intentaremos ponerlo en valor"
Roberto Noriega casi radiografía la escena: “Yo me cruzaba en la bici con un vejete, superafable, que iba al tran-tran, con camisa de cuadros de vestir, pantalón de tergal y pinzas en los tobillos”. No sabía que aquel hombre era el tercer español en acabar un Tour de Francia. ¿Qué le habría preguntado de haberlo sabido? “Le habría dejado hablar”, contesta. “Ellos vivieron aquel ciclismo inhóspito, descarnado y brutal”, añade para lamentar que aquellas generaciones no hubieran explotado mejor sus condiciones (“a veces iban a ganar para comer”) ni le dieran valor a los trofeos, lo que reduce al mínimo el material que se conserva de aquella especie de quijotes. El recuerdo de los pioneros de un camino que luego en Torrelavega transitaron otros célebres corredores como Julio San Emeterio, Alfonso Gutiérrez o el tres veces campeón del mundo Óscar Freire “sólo se conserva en el mundillo ciclista”, esboza Noriega, que el 23 de julio a las 19.00 horas en la Casa de la Cultura de la localidad compartirá mesa redonda para conmemorar el centenario del Tour de 1924 y la figura de Victorino Otero con Ángel Neila y el periodista Raúl Gómez Samperio.
La biografía de Victorino Otero es todavía mucho más desconocida en su comarca natal, ni siquiera en el ámbito ciclista, al circunscribirse sus referencias a San Andrés de las Puentes y su entorno más cercano. No hace muchos años que el actual alcalde de Torre del Bierzo, Gabriel Folgado, descubrió esta historia. Y eso que es un muy buen aficionado al ciclismo. “Para mí es un orgullo como alcalde y como aficionado. Intentaremos ponerlo en valor”, señala al mostrar su disposición a tributar un homenaje sin todavía poder concretar fechas ni detalles. El Ayuntamiento de Torrelavega le dedicó una calle en el año 2007 y editó una breve publicación, titulada Victorino Otero. El Soldado, obra de Armando González Ruiz.
Otero, que con 82 años de edad empleó 55 días en dar su particular Vuelta a España con etapas de hasta 145 kilómetros, no se prodigaba en recordar su gesta, de la que ahora se cumplen cien años. Sus palabras recogidas en archivos de prensa parecen paralelas a las que uno de los hermanos Pelissier le hizo a Albert Londres aprovechando su retirada de la prueba en aquella edición. “Llegará el día en que nos colocarán plomo en los bolsillos porque alguno creerá que Dios ha hecho al hombre demasiado ligero”, dijo usando una expresión que el periodista vasco Ander Izagirre aprovechó para titular su libro Plomo en los bolsillos. Malandanzas, fanfarronadas, traiciones, alegrías, hazañas y sorpresas del Tour de Francia, un excelente resumen de las particularidades del tercer evento deportivo más importante del mundo tras los Juegos Olímpicos (que, como en 1924, vuelven a celebrarse en París) y el Mundial de fútbol. Victorino Otero, que murió en 1982 en su propio taller de bicicletas, no habría vuelto a competir en la ronda gala ni aunque en esos bolsillos le hubieran puesto 100.000 pesetas.