Cuando yo escribía en 'Bedunia'

Javier Pérez

En la revista Bedunia, en La Bañeza, fue donde me dieron a mí el carné de columnista. Con Olegario, y los hermanos Santiago y Polo Fuertes. Casi nada.

Con mis catorce años, me escribía cada semana mi artículo, en la Olivetti de mi padre, y lo firmaba con mi nombre o con un seudónimo según se me hubiese ido la mano con la sátira. Porque con catorce años ya escribía versos satíricos y prosas malintencionadas, de las que hoy me llevarían a la cárcel, la cancelación o el linchamiento tuitero.

Pero entonces, más o menos, podías escribir lo que te diese la gana, y después esperabas a que saliera el periódico; y sabías que se habían impreso, yo qué sé, tres cientos ejemplares, o quinientos, y que unos cuantos circulaban por las bares, y que una semana que te hubiesen leído a ti, personalmente, a tu artículo, doscientas personas, era una semana de un éxito apabullante.

Y hacía ilusión. Y tenía influencia, incluso entre los políticos locales, porque te leían pocos, pero tus lectores eran tu gente, tus vecinos, que entendían tus bromas, sabían a quién te referías por este o aquel apodo, y hasta comentaban o repetían tus chascarrillos en la mesa de algún café.

Eran pocos lectores, sí, pero concentrados en un hábitat pequeño llegaban a formar corriente de opinión. Pequeñita, chorro más que corriente, lo que queramos decir o como queramos burlarnos, pero real.

¿Y ahora dónde estamos?

Dos mil artículos después, me entero de que una columna mía, en este medio o en otro de los que me hacen un hueco, ha tenido sesenta mil lecturas. Y sucede que ni yo mismo me acuerdo de qué iba el artículo, ni lo vi mencionado en ninguna parte, ni le importa rabo de mona al alcalde de mi pueblo, ni al concejal de ascética del ayuntamiento de Manjarín.

La cifras crecen, pero no la relevancia, porque resulta que de esos sesenta mil lectores, ocho mil son argentinos dispersos que llegaron al artículo por una palabra del título que buscaron en Google y allí significa otra cosa. Lo mismo nueve mil mexicanos, tres mil chilenos, dos mil peruanos, y una larga lista de primos y hermanos de América hasta sumar, por ejemplo, cincuenta mil lectores.

Bien. Te quedan diez mil, que las estadísticas dicen que son de España. Eso sería como que te leyese, a coro, La Bañeza entera, bajo la batuta de don Rogelio desde la Iglesia del Salvador. ¿Sería? Pues no: no es lo mismo. Te han leído tres mil madrileños, dos mil catalanes, novecientos vascos y así, sucesivamente, hasta llegar a los cuatrocientos leoneses que sabían de lo que estaba hablando, tenían la más mínima idea de a qué me refería, o les importaba el tema más allá de una guindilla de cayena.

Cuando el público se dispersa, el mensaje se deshila. Cuando los que te escuchan son muchos pero alejados, es como si no hablasen tu lengua. Cuando llamas corrupto a tu alcalde y te leen masivamente los ciudadanos de Cartagena de Indias, a tu alcalde le importa una boñiga lo que escribas y no teme verse señalado, ni buscarán enmienda alguna. Cuando el público se dispersa, te puede quedar la vanidad de llegar a más personas, pero llegas como llega el viento: ya sin palabras, cargado sólo de distintas clases de silencio.

Pero da igual. Aquí seguimos. Seguimos porque hay que seguir. Porque peor sería callar. Y sí, es cierto: he escrito guindilla de cayena para que algún desgraciado recaiga aquí buscando una receta de sopas de ajo.

Porque así somos. Porque manda carajo. Porque vaya por Dios.

___Javier Pérez Fernández es un escritor leonés. En 2017 recibió el Premio de Novela breve 'Baltasar Porcel en Andrach (Islas Baleares), por su obra 'Indicios, evidencias, pruebas y patadas en el culo'. Ha publicado recientemente 'Catálogo informal de todos los papas'.

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