Covid: cinco años de la pandemia

El personal de la residencia de Laciana que se confinó con sus mayores: “Nos pedían besos y no podíamos dárselos”

Trabajadores de la Residencia El Roble de Caboalles de Abajo que se encerraron en el centro en marzo de 2020.

César Fernández

León —
15 de marzo de 2025 21:55 h

La Residencia El Roble de Caboalles de Abajo (Villablino, León) comenzó a mediados de marzo de 2020 a vivir en una pura paradoja. Su virtud, el trato cercano y familiar de una instalación de pequeño tamaño, fue su condena en tiempos en los que se prescribió distancia de seguridad. Cuando se confirmaron los primeros positivos por coronavirus, la plantilla decidió confinarse con los internos. El personal fue mucho más allá de su obligación con un gesto heroico. “Pero parecía que habíamos hecho mal las cosas”, contrapesan sobre aquellos días en que se dispararon los contagios y los centros geriátricos estuvieron en el punto de mira por la gestión de la pandemia en España. La “impotencia” llegó a un grado máximo ante situaciones en que tuvieron que decir que no. “Ellos (por los residentes) nos pedían besos y abrazos, y no podíamos dárselos”, cuentan varias de ellas a través de videollamada. Han pasado cinco años, pero hay momentos que quedarán grabados para siempre.

“Aquí estamos habituados a trabajar con personas mayores que tienen muchas patologías. La fiebre es bastante habitual”, dice la directora del centro, María José Lago, para ponerse en la perspectiva de aquel invierno de 2020 en el que iba a cambiar la historia. La Residencia El Roble, una entidad sin ánimo de lucro que funciona bajo el paraguas de un patronato municipal del Ayuntamiento de Villablino, tenía cubiertas entonces sus 25 plazas, las que oferta un complejo de reducido tamaño. “El centro es pequeño. Hay mucho contacto. Es muy familiar. Había mucho apego entre todos”, prosigue Lago para explicar cómo esta seña de identidad en positivo tuvo su penitencia a la hora de afrontar la mayor crisis sanitaria en un siglo: “Y eso era justo lo peor que podía pasar en este caso”.

España quedó sometida el 14 de marzo a un estado de alarma que estableció un confinamiento estricto con prohibición de esas visitas de familiares y amigos a las residencias de mayores. La noche del 20 de marzo aparecieron los primeros síntomas en El Roble, centro ubicado en el corazón de la comarca leonesa de Laciana. Uno de los residentes tenía 39 grados de fiebre. Al día siguiente los problemas se extendieron a su compañero de habitación. Los dos dieron positivo por la COVID. El 23 se confirmó la baja de un trabajador también contagiado por el virus. El conteo diario de los datos oficiales dejó sólo esa jornada un total 57 casos confirmados en la provincia de León.

Fue en ese momento cuando surgió en la plantilla el planteamiento de confinarse con los internos para minimizar el riesgo de contagio: para proteger a los internos y también a sus propias familias. Hubo entonces muchos héroes anónimos. Los de la Residencia El Roble tienen nombre: María del Mar Prieto, Rosy Pérez, Catalina Cortinas, Estefanía Manteca, María del Mar Castro, María Ángeles Fernández y Manuel Antonio Rodrigues. No hubo muchas dudas. “Somos muy echados para adelante”, dicen para rememorar cómo se acabaron instalando en una sala de actividades de ocio habilitada para la ocasión y durmiendo en colchonetas aportadas por el Ayuntamiento. El encierro se prolongó durante cinco días, entre el 27 y el 31 de marzo. La provincia marcó el día 30 un primer pico con 97 contagios. La estadística copaba los titulares de los medios de comunicación. “Y nosotros decidimos apagar la tele”, dicen desde la primera residencia de la provincia de León en que su plantilla se encerró con los usuarios.

Había en esos días una mezcla de sentimientos y sensaciones. Hubo desconcierto. “Había poco conocimiento sobre el virus”, reconoce la limpiadora María del Mar Prieto, que se recuerda separando por lavadoras la ropa de los contagiados, extremando el cuidado de las posibles zonas de contacto y ventilando en días entre el invierno y la primavera en plena Montaña Occidental Leonesa. “Teníamos la calefacción a tope y no dábamos calentada la casa”, señala. Los internos, la mayoría de ellos asistidos y con las facultades mermadas, “no entendían mucho”. Hasta 24 de los 25 se acabaron contagiando. Llegó el momento del triaje. “Ese día lo pasamos mal”, admite la cocinera Catalina Cortinas. Hasta 13 fueron derivados al Hospital El Bierzo (allí fallecieron cuatro) y 12 se quedaron en la residencia (allí murieron tres). Hubo “miedo y pena”: los de los residentes pidiendo “besos y abrazos” cuando vieron a sus cuidadoras embutidas en los EPI (equipos de protección individual). “Y lloraban como perdidos al marchar al Hospital”, rescatan desde el centro. Hubo, sobre todo, impotencia.

Residente en León y con un niño pequeño a su cargo, la directora se quedó en la capital leonesa, pegada al teléfono para resolver gestiones antes los familiares de los internos, los responsables de los servicios sociales y las autoridades del Ayuntamiento de Villablino. “Fue horrible”, sentencia. Cuando fue pasando esa primera ola, y a pesar de quedar relegada cuando la Junta de Castilla y León intervino el centro entre el 1 de abril y el 11 de mayo, Lago se desplazaba todos los días desde León hasta Caboalles de Abajo, muchas veces partiendo muy de mañana y regresando muy de noche. Los viajes, a través de la comarca de Omaña, en aquellas jornadas en las que parecía que la naturaleza recuperaba terreno al asfalto tampoco se le han olvidado: “Muchas veces creo que era la única que iba por la carretera. Recuerdo un sábado por la noche. Me aparecían zorros. Aquello parecía la selva amazónica”.

Aquí dentro estábamos todas como muy fuertes. Pero, en el momento en que llegué a mi casa, estuve dos días en que no pude ni levantarme de la cama

Rosy Pérez Auxiliar de la Residencia El Roble de Caboalles de Abajo

La plantilla confinada, que en los primeros días también sufrió la falta de materiales hasta tener que utilizar bolsas de basura para protegerse (el Ayuntamiento aportó mascarillas y los guantes ya eran de siempre de uso habitual), regresó luego a sus casas. La auxiliar Rosy Pérez salió de aquel encierro con un positivo y un regusto agrio: “Era como que todo lo que habías hecho no había merecido mucho la pena”. El bajón emocional fue devastador: “Aquí dentro estábamos todas como muy fuertes. Pero, en el momento en que llegué a mi casa, estuve dos días en que no pude ni levantarme de la cama”. La palabra “impotencia” regresa a la boca de María del Mar Prieto, que, pese a dar siempre negativo en los test, quedó apartada del trabajo por unos vértigos que se acentuaron en aquellos días de máxima tensión y durmiendo sobre una colchoneta: “Yo llevaba entonces 16 años ya trabajando. Nos habíamos quedado cinco días encerrados. Y tenías la impotencia de poder pensar que no habías hecho bien tu trabajo”.

Las sensaciones contradictorias volvieron cuando tocó adaptarse a lo que entonces se denominó nueva normalidad. Las trabajadoras, que subrayan que el único compañero varón en el encierro se encargó durante esos días de hacer el turno de noche, rescatan cómo “todavía a día de hoy hay muchas familias (de residentes) que agradecen mucho” aquel gesto valiente. Hubo jornadas en que los aplausos de las ocho se trasladaron con música al entorno de la residencia. “Y eso era superemocionante”, sentencian sin ocultar que también por entonces se convirtieron de forma recurrente en sospechosos de portar el virus hasta el punto de que había quienes evitaban cruzárselos en los pasillos de los supermercados. “Había mucho desconocimiento sobre la enfermedad”, insiste la directora.

El caso es que la pandemia del coronavirus cambió los paradigmas en estos centros asistenciales, unos de los más afectados en aquella coyuntura hasta el punto de ser muchas veces señalados por la opinión pública, pero que en zonas rurales como Laciana sirven de sostén laboral principalmente para las mujeres. “Lo aconsejable antes era el contacto”, enfatiza María José Lago para reconocer aquella contradicción entre “lo que se debía hacer y lo que se quería hacer” en días en que la precaución imponía distancias de seguridad. Las consecuencias, coinciden desde la Residencia El Roble, se dejan notar todavía en la actualidad. “Hoy todo es más frío que antes”, admite Rosy Pérez. Las repercusiones emocionales de aquellos días tan duros también afloran en la vida personal. “Y yo, en un sitio en el que se produce una aglomeración de gente como puede ser un concierto, no estoy tranquila”, expone la directora del centro cinco años después de que un pequeño virus fuera a provocar una crisis tan grande. 

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