Soluciones viejas

Edificio de Ambrosio Fernández-Llamazares en la plaza de Guzmán de León antes de su derribo.

Que si es imposible comprarse un piso. Que si cada día están más caros. Que si ya no es solo Madrid y Barcelona, Málaga o Sevilla, es que en el mismo León está ocurriendo. Todo sube como una espuma sedienta de nuestra proyección de futuro. Eso que los jóvenes intentamos: imaginar cómo será nuestra existencia en un tiempo razonable porque, en principio, tenemos más vida por delante que la que dejamos atrás. 

Mientras la gente suspira por el techo que no tendrá en propiedad, desperdicia alquileres temerarios. Gasta casi más de lo que gana en no dormir a la intemperie. Las soluciones siguen encaminadas al mismo horizonte: que las ciudades sean amigables, que permitan a sus habitantes vivir en paz, sentirse seguros, tener un portal de referencia al que entrar y saberse en casa. El problema es que esto ya no es tan así. El problema es que cuanto más masificas un mismo espacio, menor seguridad existe. O peor, cuanto más permites que solo un tipo de bolsillo se afane en tener en su poder las partes más lindas y caras de las ciudades, más guetos se crean alrededor de esos escenarios de cuento que, a fin de cuentas, se convierten en eso: pura fantasía para el común de los mortales.

Pero también se puede decir que no. Y por eso, a lo mejor, los precios suben como la falta de dignidad que parecemos tener. Hay terreno y terreno muerto de risa en toda España, un país con unas conexiones impresionantes tanto a nivel de transporte como de infraestructura de telecomunicaciones. Pero todos queremos vivir en Chamberí, el Eixample o vaya usted a saber. Es curioso porque ese deseo que tanto nos convoca es a la vez lo que genera nuestras peores jaulas: no vas a llegar a la meta, ni a trabajar todas las horas que precisas para permitirte una residencia ahí, ni a comprar en el super comida carísima y sin sabor alguno, ni a pagar las facturas de la luz y el gas, ni a poner lavadoras el sábado para el domingo tomarte los gin-tonics en los que prefieres caer redondo para olvidarte de la mierda de vida que llevas.

Pero también se puede decir que no. Se puede negociar de otra manera. Porque si en un trabajo te pagan de forma precaria e incierta, como suele suceder en este país que tiene tantas cosas buenas pero también tantas malas, lo lógico es que también puedas poner algunas condiciones: por ejemplo, si lo que me pagas se me va en un alquiler, entonces conversemos sobre teletrabajo. No siempre, de acuerdo, pero sí los días suficientes como para no tener que dejar sangre, sudor y lágrimas en un zulo en el que tendremos ganas de matarnos al tercer mes sin sol y entonces ya ni trabajador ni nada.

Así que también se puede decir que no. Y se puede exigir que si las ciudades están sobreexplotadas tal vez habría que centrarse más en soluciones allí donde nadie mira: la España olvidada que se muere mientras la sibarita y cool vomita su propio éxito y crea más esclavos de los que somos capaces de asumir. 

Hace poco murió Pepe Mujica, que vivió en su chacra, que tuvo su huerto, que solo quiso que le enterrasen bajo tierra al lado de su perra Lola. Ganó tiempo. Ganó vida. Así que se puede decir que no. Incluso decir que no y llegar a ser presidente de un país. Se puede decir que no e incluso llegar a ser una influencia mundial. Incluso desde un rincón apartado del mundo. Solo hay que creer en ello y decir que no todas las veces que te ofrezcan mieles que, en el fondo, son veneno que nunca ganará a la paz de levantarse y ver cómo el sol hará todo su ciclo a través del cielo hasta que la noche vuelva. Y trabajarás en ese espacio pero sentirás que tu vida sí vale la pena. Se puede decir que no. Se debe.

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