Política de Carraca
La política española se ha instalado en la estridencia del ruido de carraca, instrumento monocorde que taladra los tímpanos y levanta jaquecas que ponen en solfa el uso provechoso de la razón. Un objeto de madera cuyas ruedas dentadas se coordinan con el solo propósito de airear el dañino lenguaje de la matraca.
Los llamados desde hace tiempo partidos de gobierno, el socialista y el popular, han abdicado de su vocación de liderazgo en pro del ciudadano, para poner el punto de mira en la obtención del poder sin reparar en cuestionamientos éticos. Se dice que para que se quiere, si no es para abusar de él. Aspirar a su detentación como erótica dinamita cualquier intencionalidad de servicio. Y bien lo están demostrando. ¿En sus discursos, dónde ha quedado el objetivo irrenunciable de la política amable? Se nos ha perdido en el laberinto fantasmal que ha cambiado el sueño por la pesadilla, la elegancia por la bastedad, la imaginación por el absurdo, la verdad por la mentira, y así vayan poniendo sinónimos y correspondientes antónimos a voluntad.
La actualidad atraviesa ahora la mitad de legislatura. La aritmética electoral en este periodo ha engendrado la réplica moderna de los monstruos de la razón, el aguafuerte testimonial de un español, Francisco de Goya, que se cansó de serlo en sus excesos. La ventura le concedió el pincel y los colores, con el contraste del blanco y negro en abundancia, para pintar los engendros con insuperable realismo y demanda urgente de examen de conciencia para la platea de espectadores, incluido el gallinero.
Desde el minuto uno de la puesta en marcha de las tareas de gobierno, al que se sentó en sus bancos de la sede ejecutiva y legislativa, le poseyó el mantra del progresismo. Un progresismo de imposible mirada por el retrovisor, siempre adelante, siempre, en remedo perfecto del sarcasmo: “De victoria en victoria hasta la derrota final”. Inaccesible al inteligente paso atrás cuando se está al borde del abismo. Actitud, ésta, trufada del reiterado recurso al miedo cerval al enemigo en forma de extremismo contrario, que es real, pero pésimamente combatido. No han cesado las alertas del lobo acechando el ganado, que resultaron ser, si no mentira, sí exageración de comportamientos propios. Entre ellos, el nada baladí de hacer parecer a mucho electorado que la gobernanza se adquiere con el mínimo valor pragmático de un plato de lentejas.
Mantra de carraca tampoco le ha faltado al grupo mayoritario que ocupa la oposición, en flagrante paradoja, ganador en votos de las últimas elecciones generales, pero iluso olvidadizo de que la ley electoral concede la poltrona a quien más representación suma en sede legislativa o parlamentaria. Y eso fue lo que pasó con su adversario, ahora, enemigo. Sencillo: no sumó donde tenía que sumar. No tiene ninguna validez argumental su obsesivo posicionamiento en la deslegitimación. Mucha de esa imposibilidad numérica es achacable al exceso de confianza de su primer candidato, que se creyó ganador antes de haber vendido el pescado. Error a medias entre el cálculo y la jactancia. De ese polvo viene el lodo de la incesante matraca, desde el pitido inicial, de dimisión del presidente del Gobierno y de convocatoria adelantada de elecciones, dos balas que, por su potencial destructivo, deben guardarse en la recámara, y ser disparadas cuando el implacable ritmo de la política lo aconseje. Hoy es una estrategia manoseada y recurrente que repercute en los oídos ciudadanos como cansino ruido de carraca.
La corrupción
La política vuelve a uno de sus reiterados capítulos de hundimiento en el fango: la corrupción. El último caso es un torpedo en la línea de flotación del principal partido de Gobierno. Una diana que, desde los indicios, contiene el resultado del naufragio y el sálvese quien pueda.
En esas estamos, con un partido opositor descabalgado de su misión ejecutiva por un caso de corrupción, en una moción de censura promovida por quien todavía es presidente del Gobierno. A esas siglas le colean aún casos imbricados con esa trama. Pero tiene el cuajo de subirse al púlpito de los predicadores a platicar sobre el consejos doy que, para mí, no tengo. Igual se hizo a la inversa.
La nómina de corrupciones en socialistas y populares es de tal calibre que no puede tener el perdón supremo del olvido así como así. La salvedad es que callen las carracas y se imponga el hábito de los pactos de Estado. Uno, esencial, el compromiso de dejar actuar al poder judicial libre de las ataduras y suspicacias de militancia. Que juzgue y sentencie conforme al principio inviolable de la democracia: inocente hasta que se demuestre lo contrario. Entre tanto, ni un pronunciamiento anticipado.
El elector tiene que asumir que su voto en la urna es un proceso reflexivo sobre las calidades de Gobierno y Oposición. Las dos caras de la moneda que da valor a la democracia. Hay que votar con el comportamiento de ambos en los platos de la balanza. Difícil papeleta, cuando el ruido interminable de las carracas, ha silenciado la ciencia de la política. Y cuando esas estrategias alimentan los monstruos goyescos.
Ángel Alonso Carracedo es licenciado de la segunda promoción de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en la Agencia EFE hasta su jubilación y es secretario del Círculo de Periodistas Leoneses en Madrid. Puede consultarse su extenso curriculum de colaboraciones pinchando aquí.