Mímesis perniciosa
La intercomunicación planificada en la desinformación se alimenta del debate social engañoso. Un último ejemplo, que sigue a otros, es el suscitado a costa de la dicotomía entre los sectores público y privado del ámbito socioeconómico. Las revelaciones en la gestión de una empresa particular en un hospital de titularidad autonómica en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz, avivan el confusionismo.
La polémica se ha nutrido de sus defectos y de sus excesos. El justo medio y la equidad son factores desacreditados, cuando no, proscritos. Corren tiempos de mentiras y verdades absolutas. El combustible de ese fuego son las palabras como trampantojo. Nos rasgamos ahora las vestiduras con los abusos lucrativos de empresas privadas en la gestión de los servicios públicos.
Parece que hemos despertado de un coma prolongado, con el descubrimiento de que hay mercadería donde debe haber asistencia. Según corre el reloj del mundo, sorprenderse de que la parte privada de la economía es inherente a la concepción del lucro, es una demostración de ingenuidad y cinismo. Esto es una verdad sin adjetivar, pura y neta, desde el minuto uno de ponerse en marcha los objetivos del negocio, cuyo eje esencial es la rentabilidad. No se puede eludir, por mucho efecto malabarista que se haga con los conceptos, que el mercado debe ser territorio de lo privado y los servicios sociales, de lo público. Híbridos en este campo suelen terminar en las monstruosidades gestoras que han irrumpido en los últimos años. El hospital público de Torrejón es tañido de campana que levanta jaquecas.
Punto de partida que se olvida adrede es que los recursos de una empresa privada se sustentan en aportaciones particulares y los resultados económicos se dirimen en sus órganos rectores sin dar explicaciones más allá. Visto de esa manera, nada más legítimo, que ese ánimo de lucro se convierta en beneficio.
Las reglas de este juego no pueden tener cabida en servicios públicos esenciales como la sanidad o la educación, por atenernos a los referentes más sensibles. Los fondos de estas parcelas parten de los impuestos con que se grava a los ciudadanos, eso que en España tenemos tan difuso como el dinero del contribuyente. Es la mentalidad del pago por adelantado con ribetes de solidaridad. Abonamos para nosotros y para otros y, a partir del axioma, las plusvalías se someten a las leyes de la intangibilidad, lo que no supone que eso haga permisivo gestiones al modo de cañonear con pólvora del rey.
El quid del asunto responde a que la avaricia es un pecado capital, como todo pecado, difícil de embridar; y, además, forma parte del motor de propulsión de las ganancias. La parcela privada de la economía ha olisqueado que los servicios públicos son un comercio en el que tienen derecho inalienable, por las buenas o malas, a su tajada de león. Una población en progresivo envejecimiento es una bicoca localizada en la geriatría como fuente segura de suculentos ingresos. Inventarse sin parar cursos universitarios posgrado, los famosos másteres, son acciones generativas de clientela clasista y no universal. El negocio tiene un enorme poder selectivo y electivo y, donde no debe haber mercado, se crean las condiciones para que penetre con el calzador de las prebendas.
Lo llaman colaboración y es negocio
De la chistera se ha sacado el conejo de los eufemismos. Y en esas estamos, cuando el criterio de empresa lucrativa, se enseñorea de los servicios básicos a la ciudadanía con el birlibirloque del término colaboración, usurpando la realidad del provecho puro y duro de la especulación. Colaboración es un do ut des con finalidad y resultado compartidos. Negocio es llenarse los bolsillos aumentando ingresos y recortando gastos por doquier. Esto último es la moraleja del caso sanitario citado, más los que se entrevén, y de la progresiva retirada de ayudas administrativas a las universidades públicas, mientras las privadas crecen como setas.
Claro que es deseable una colaboración público-privada. Hay apoyos bienvenidos en las donaciones a las áreas referentes del sector público por medio de empresarios o fundaciones. Los convenios entre empresas y universidades son un trampolín de ida y vuelta en la práctica y perfeccionamiento del talento. Lamentable, por contra, es la cara visible de esta cooperación, cuando la ajustada palabra aprendiz se truca en la de becario como mano de obra intensa en jornada y barata en remuneración.
La mala praxis de la colaboración público-privada es desde siempre la permeabilidad de la corrupción. Las adjudicaciones de servicios e inversiones públicas son el abono de esta podredumbre. No hay día que salten a los medios de comunicación cambalaches de la más irritante indignación. No ha faltado legislatura en esta democracia su escándalo de sobornos y pasta gansa del dinero del contribuyente con destino a los bolsillos de los mangantes mimetizados en las actividades de servicios a la comunidad. Los principales partidos empujan carros repletos de esta mierda, mientras, sin asomo de sonrojo, moralizan hacia el contrario.
España es un país que ha dimitido de la política de pactos de Estado, y hay que ver la cantidad de ellos que hacen falta para devolver la confianza colectiva. Sin duda, uno: el acotamiento entre las parcelas de lo público y lo privado, y si éstas, se han de regir por la palabra colaboración en la auténtica valía del término.