Ejemplos sencillos ayudan a entender cuestiones complejas. Esta es la didáctica aplicada por los buenos docentes. Maestros curtidos en las aulas infantiles porfiaban con un alumnado necesitado de la comparación simple de rutinas que abrían las puertas de las entendederas por estrenar. Una pedagogía que hoy no se aplica, porque los tiempos perseveran en las complicaciones. En el barullo es más fácil esconder las miserias.
Me ha dejado llevar por la experiencia colegial de la niñez en clases de profesorado con guardapolvo protector del polvo de tiza y pupitres por parejas con tintero de loza, además de cantinela, como ejercicio caduco de memoria, hoy felizmente clausurado. Pero de aquellos espacios rancios brotaron lecciones de vida, humanidades y ciencia guardadas para siempre como brújula de un proceder coherente para los años por delante.
Uno de estos ejemplos puede servir para establecer parcelas de comprensión en un suceso mediático de portadas encadenadas sin solución de continuidad en los medios de comunicación, analógicos o digitales, escritos o audiovisuales.
El punto de partida se basa en las operaciones aritméticas recitadas por el maestro con enunciados sencillos como en un cesto guardo cinco manzanas… Un texto de no más de tres líneas proponiendo el ejercicio de las cuatro reglas fundamentales del cálculo: sumar, restar, multiplicar y dividir. La técnica del conteo era digital, la de dedos arriba, dedos abajo.
Éramos niños y los atajos subyugaban. Importaba el resultado, no el razonamiento. Y en cuanto alguno de los compañeros de pupitre cercano daba con él, lo hacía saber a la proximidad. En definitiva, sobre nuestro papel cuadriculado, una sola cifra: el dato final.
El problema se suscitaba cuando el buen docente pedía la demostración de las operaciones que nos habían llevado a ese epílogo, para el que solo el par de empollones de la clase tenía argumento. Los demás, solo un dígito, salido del mérito de los elegidos. Conclusión: suspenso para un acierto que todavía costaba digerir que no era fruto de nuestro discernimiento.
Inexcusable vacío de explicación
Aquí y ahora, la más alta instancia jurídica de este país y de cualquier otro, el Tribunal Supremo, ha fallado en una causa de profundo calado, para el bien concebido orden democrático, contra la representación personal de otro de los elementos esenciales del ordenamiento jurídico: la Fiscalía General del Estado. Lo ha hecho al modo y manera de nuestra mentalidad infantil, sacralizando el resultado y hurtando, por ahora, los antecedentes y razonamientos de la sentencia condenatoria. Mi buen maestro de aritmética, posiblemente la metáfora aquí de una opinión pública debidamente educada en la globalidad y objetividad del asunto, no solo en la militancia, la hubiera descalificado.
No soy especialista en la información de tribunales. Alguna vez cayó en mis manos la interpretación periodística de alguna sentencia de tema económico, y ese azar contenía la indeseada sensación de que me había pillado el marrón. Aún así, obligado ponerse a ello. La mentalidad de la inmediatez me llevaba al primer ojeo del fallo, por supuesto. El titular tenía que atenerse a ese principio. Pero no podía eludir las otras dos partes: los antecedentes, equivalente al enunciado del problema colegial, y los fundamentos, el engarce de las operaciones. Ellos contenían el razonamiento de la sentencia. Eludirlos sumiría todo el proceso en una nebulosa.
Algunos expertos exponen antecedentes de sentencias hechas públicas antes que la explicación y desarrollo de pruebas. No dudo de que pueda ser así. Pero en un caso como éste, con las implicaciones de todo orden que ha concitado, desde la responsabilidad institucional del encausado, hasta los vínculos sentimentales de la acusación con una lideresa del poder político, pasando por la presencia de acreditados rasputines en la confección de la trama, y sin perder de vista la creciente pérdida de credibilidad de la judicatura, cerrar así un caso en la sala más sensible del Tribunal Supremo, es romper con la liturgia inevitable, en casos como este, de ser y parecer. De momento, solo es el primer verbo, del segundo, ni rastro.
La inmensa mayoría de los españoles, me incluyo, bebemos en las fuentes jurídicas del cine y la televisión. Más que aceptado que no da para el doctorado. Pero esas ficciones han enseñado a la mayoría que en un pronunciamiento de inocencia o culpabilidad las pruebas incriminatorias, en una democracia, tienen que ser abrumadoras, lo que viene en llamarse testigo de cargo y pistola humeante. Un sospechoso ha sido condenado sin que los jueces encargados de juzgarlo hayan expuesto las alegaciones de su decisión. Únicamente se ha dejado ver el número solitario de un resultado huérfano de argumentos. Un maestro con auténtica voluntad didáctica jamás pondría el aprobado a semejante examen.
El Poder Judicial es institución esencial en sistemas de libertades como las democracias. Los compañeros de viaje, el ejecutivo y el legislativo, son de soberanía popular directa o indirecta. El cometido de los jueces, no. Es, en esencia y presencia, corporativo, y ello hace que su raíz se hunda bajo la tierra de la propia profesión. De ahí debe partir la élite. La democracia española es desde hace mucho tiempo campo de partidocracia controladora de las instituciones. Es escandaloso asistir al espectáculo de zoco que cada relevo en instancia jurídica superior provoca. No es de extrañar que agotado el Parlamento como foro de la oratoria y apoderado del insulto, estos profesionales de la bronca necesiten la expansión de sus bajos instintos en tribunas, no hace mucho, sagradas.