Las buenas personas
No lo parece. Pero en este mundo de ruidos, donde el alarido inhumano quiere ser la única audición, la indignación de las buenas personas demuestra estar viva o, por lo menos, no silenciada. La protesta in crescendo contra el genocidio de Gaza es el clamor de la dignidad que nos hace humanos. Que nadie se engañe o se deje engañar: esto no va de derechas o de izquierdas, de progresistas o conservadores, de creyentes o de agnósticos, va sencillamente, de bondad frente a maldad, y ambas abarcan a todos los sinónimos y antónimos que se quieran esgrimir en la balanza de los sentimientos.
Ser buena persona es cualidad ligada a la ética de la compasión y comprensión hacia los necesitados, de complicidad con quien es avasallado por los poderes tiránicos que invaden el planeta desde que ejercen los postulados del becerro de oro, el dios pagano de las riquezas materiales, del dinero, el combustible propagador del odio cuando se convierte en la razón suprema del valor de la persona y profundiza en las desigualdades sociales. Lo dijo el sabio: “Pobre hombre, solo tiene dinero”.
Pocas veces en la historia, la brecha social ha sido más profunda. Está llegando al extremo de exterminar a los pobres que ofenden la visión de los opulentos. Hoy, hasta el recurso, más piadoso que justo, de la caridad, queda borrado por ese poder que rinde conciencia únicamente a los dictados de la riqueza solo mensurable en lo contante y sonante.
Como humanidad nos tiene que sonrojar que el territorio de Gaza, asentamiento de un lumpen social y político ofensivo para los ricos de nuevo cuño, vaya cobrándose, de momento, 65.000 vidas humanas, como operación de limpieza de una región en la que los inversores sin alma han puesto el ojo al pingüe beneficio de una ciudad de vacaciones en la rivera oriental del Mediterráneo. El material de derribo se compone de un sinfín de escombros, que fueron hogares y servicios de una población, y lo que es peor, de la carne y sangre de pobladores sin distinción de edades y condiciones, para entendernos niños y ancianos, cuyo pecado fue vivir en el gueto de la pobreza. Será un edén obligado a nacer maldito.
Nada parece gratuito en esta rendición sin condiciones a la condición humana más maligna. En pocos años se ha asistido al vapuleo de los liderazgos tradicionales con sus dosis variables de moralidad, mientras se va encaramando una supremacía nociva y absoluta de la avaricia y el odio.
Un triángulo amoral
El referente democrático de los contrapoderes, los Estados Unidos, está en manos de un millonario poseído de furores oligárquicos y vengativos, referencias de clase y autoridad que sembraron hace un siglo este planeta de miseria moral y material. Donald Trump es un corazón necrosado de las tinieblas. Su bufón de travesuras, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, entiende la fortaleza en el mismo idioma: aplastar al débil, rodeado de una camarilla adoradora del dios resentido y cruel del Viejo Testamento. El triunvirato malvado lo completa el presidente ruso, Vladimir Putin, enfebrecido nuevo zar de todas las Rusias, y versión masculina y moderna de las pócimas venenosas que se atribuyen a Lucrecia Borgia. Hay más, pero son los títeres que cuando esto caiga por su propio peso, se refugiarán como bichos en las escombreras que acumularon.
Las buenas personas salieron en Madrid a tomar las calles en la etapa final de la Vuelta Ciclista a España, contra la masacre de Gaza. La retaguardia vigilante de los poderosos y sus inmensos caudales reaccionó con la indignación hipócrita de haber estropeado un espectáculo a medida de sus glorias de pose y figurita, cuando el espectáculo, éste dantesco, estaba en la otra orilla de nuestro mar con bombardeos indiscriminados, hambrunas y escaseces bíblicas y tiros a dar a la población que busca salidas a los infiernos del hambre y el éxodo. Los guardianes de este capitalismo sin alma tuvieron hacia esos indignados el desprecio de llamarles gentuza, de comparar la protesta con el sitio de Sarajevo, ciudad doce años castigada por una guerra, o llamar antisistema a los manifestantes. ¿Y qué quieren que sean, si su propio sistema los ha expulsado de la igualdad de oportunidades?
En Madrid no se expuso más bandera que la de la repulsa a un sindiós. Estemos seguros que no faltó la gente con sentimientos más allá de una adscripción ideológica o militante. Nada hay más conmovedor que el sufrimiento de un niño. Basta con repasar las fotos de La niña y el buitre (1993), de Kevin Carter, o la del cadáver de Aylan Kurdi, de Nilufer Demir, boca abajo, sin vida, en una playa, huyendo del horror del sitio de Alepo en 2015. Sin sentimentalismo, pero con realismo doliente, pensemos si vivimos las mismas escenas con uno de nuestros hijos o nietos. En Gaza los niños son la tercera parte de las víctimas mortales.
Las buenas personas focalizan responsabilidades. Israel es un estado con todo el derecho, con o sin holocausto, a existir. Ejerció la legítima defensa a la masacre de Hamas, pero su borrachera de rencor no tardó en mudar la fuerza de la razón a la razón de la fuerza, en la que se ha instalado con dimensiones de genocidio. Recurrir toda crítica con el antisemitismo seriado es la añagaza sobada del sátrapa: tomar la parte por el todo. La repulsa no es contra una nación, sí contra un gobierno desacreditado en las más altas instituciones internacionales, y solo sostenido por el primo de Zumosol estadounidense y por cobardes silencios. La vergüenza israelí no es Israel, es Netanyahu, su pandilla y sus palmeros, todos ellos perfectamente retratados en palabras y obras.