La vida era esto

Una calle de Madrid ajetreada y abarrotada.

Curvas y montes alrededor mientras la música se alza entre nosotros. Y bailamos, como si mañana no existiese porque, realmente, no existe. Y esa conciencia es más poderosa que el miedo. Se trata de atravesar el temblor, el espejismo de que debemos planificar y sostener una idea como orden del día a día para fortalecernos en la virtud. Tal vez antes funcionaba, tal vez. Pero ya no. Si nos robaron el futuro entonces solo nos queda el presente y quizás ese sea el mayor regalo que nos hizo la generación que nos precedió en España.

No hay país en el que los bares estén más llenos. No hay terrazas que rebosen más, haga frío o calor. No hay peleas que se derrumben con más aplomo que las que se inician en una barra y terminan pagando las copas del enemigo, que casi nunca lo es en realidad. No hay acantilados más abismales que los del norte ni destellos de blancura más puros que los del sur. Esa España es de todos los que tratan de morderse por ella: morir o matar a golpe de barbaridad mayor para contener la atención de los votantes. Esa España no tiene dueño, aunque haga demasiado tiempo que nos empeñemos en dividirla entre dos bandos que se agotan en la exigencia absurda de su contrario. Si todos queremos vivir bien aquí, por qué ponerle trabas al espacio que compartimos y despreciamos tanto a la vez.

Hace pocos días me entrevistaron sobre la brecha generacional entre boomers y millenials, es decir, entre la generación de mis padres y la mía. Y dije, –más allá del diagnóstico que todos conocemos, es decir, que estamos viviendo peor que ellos–, que estaba cansada de esa queja constante. Esa generación reconstruyó una España en ruinas para edificar la democracia que hoy disfrutamos. Esa generación tuvo que inventar su futuro porque su pasado era de fuego y cenizas. ¿Qué haremos nosotros los jóvenes?, ¿seremos capaces de imaginar otro futuro posible y mejor? Yo insisto en que sí, pero para eso tenemos que analizar el presente con las gafas de la actualidad y no con los anteojos de quienes vivieron con otras herramientas, con otros contextos, con otras ilusiones. Y abrirnos camino. Y que nos dejen pasar, claro, eso también es importante.

Asumamos que ya no nos hace felices la perspectiva de una vida anodina y estable por décadas: que no solo queremos trabajos bien pagados, sino que, sobre todo, tengan un propósito que nos haga sentir bien. Y que si tenemos que cambiar varias veces a lo largo de la vida, lo haremos, porque ese cambio no nos asusta. Pero sí queremos un hogar, y ese hogar parece que también nos lo han arrebatado. ¿Seguro? Hay kilómetros y kilómetros de olvido detrás de esa España que se pelea entre los altavoces de Madrid. Las tierras donde nadie mira son espacios para respirar con dignidad, obtener oxígeno, comunidad y propósito. No es la vida que pensaron para nosotros, es cierto, pero, ¿no se trata de hacer nuestro propio camino y construir esperanza desde ahí?

Si deseamos sentir las notas de la música bien alta erizándonos el pelo de los brazos es porque aprendimos a no temer: no tener miedo es nuestra mayor ventaja. Si queremos ser realmente libres, podemos hacerlo, pero ojo, porque la libertad no es como algunos la venden ahora empaquetada y sin responsabilidad alguna. Al contrario: apostar por ser libre implica la mayor responsabilidad. ¿Estamos dispuestos? Yo digo que sí, que pongamos un pie detrás del otro para ir construyendo un nuevo camino, el nuestro, el impensado, el que salga de nuestra imaginación colectiva y nuestra dignidad. Y sí, no digo que no: para eso tal vez haya que mirar al monte.

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