La vida en 180 grados
Caemos más de lo habitual en la confusión geométrica de los cambios radicales. Se toma el todo cuando es la parte. Decimos que hemos dado un giro a una actitud con el ángulo total de los 360 grados de la circunferencia, cuando la exactitud matemática y real se demuestra en la mitad de ese recorrido, los 180 grados. Así es como se pasa de una parte a la opuesta. En la vuelta completa, la misma lógica es la explicación: volver al punto de partida. Se ha abordado un viaje, una intentona, no un cambio. Éste se queda a mitad de camino, y dejando las espaldas, la carnaza de las traiciones, al descubierto.
Me valgo de esta alegoría para desarrollar una vivencia estival que hago mía desde la niñez. Los veranos y el ocio ocasional son para mi tierra leonesa, con Astorga como centro de operaciones, porque ahí es donde reside el estado mayor de una pasión, la mayor parte del año reprimida en la cercana lejanía de una gran urbe como Madrid. Me acojo a Cicerón y su brillante ubi bene, ibi patria, donde estoy bien, allí está la patria. Zanjo así, y para mí, las pasiones desatadas por los incendiarios patrioterismos, de vuelta, en estos tiempos.
Mi residencia astorgana en el llamado Paseo de la Muralla es la platea o balcón de un paisaje abierto a esos 180 grados presididos por un monte que fue dios pagano de los pobladores primitivos de la zona, y que en los tiempos laicos de esta actualidad no ha abdicado, ni queremos que lo haga, de las hechuras totémicas.
Todos los días, cuando abro la puerta del portal en las primeras horas de una mañana todavía fresca, este tótem, el Teleno, llena el campo de visión de unos ojos aún somnolientos para ofrecer el desafío de una jornada pendiente de descubrir. La montaña se deja mirar y agradece el homenaje con la exhibición de un rostro recién lavado en la claridad del cielo sin mácula, o en el misterio de un velo en la penumbra de las nieblas y calimas. Aún oculto, sabemos que allí está.
La euforia mañanera tarda en disiparse. Si alguna nube merodea por las cumbres o cercanías, el Teleno está llamando al posado para un retrato fotográfico. Le favorece el algodón de las alturas. A ese atrezo le suceden los atardeceres meditabundos pincelados con unas puestas de sol que enaltecen la inspiración artística de los cielos jugando a pintores. Y si llega la noche licantrópica de la luna llena, la diosa Selene se sabe protagonista plena de las tablas de un gran odeón, y se atavía con vestuario de admirarse y admirar.
El Teleno
El Teleno es el ensimismamiento de ese marco. Atrapa, pero suelta, porque la panorámica del lugar te lleva a la alegoría de mirar la vida con el viraje radical de los 180 grados. Y aquí toma el relevo otra divinidad primitiva, el sol, que en los largos recorridos del verano es el más acreditado guía y profesor de la lección de astronomía que es la singladura del astro rey en la trayectoria de levante a poniente. Largas en el calor, cortas en el frío, que tenerlo todo no puede ser.
Así me enseñaron a mirar la vida en 180 grados desde este balcón, primero, mi padre, pero también mis tíos (sus hermanos), y variado elenco del paisanaje maragato. Me siento feliz de ese tutelaje y, sobre todo, de que a mi edad de abuelo efectivo y ejerciente, conserve la memoria larga de la niñez por un horizonte diáfano en el que todavía soy capaz de leer para mis adentros pasajes eufóricos y pesarosos (los que enseñan) de mi existencia.
Vivo permanece el recuerdo de mi progenitor, fiel como un perrillo, a su cita con los ocasos de esta panorámica en cuanto el sol empezaba a declinar. Salía al palco de la muralla, y en el banco público frente a su casa, se acomodaba como espectador, hasta donde le alcanzaba la mácula ocular degenerada, de la función insuperable que era para él el juego del escondite entre la estrella solar, el Teleno y los montes anexos.
Mi padre murió un mes de agosto va a hacer seis años. Nonagenario e impedido de ver en directo el espectáculo de esos ocasos, en los que solo él, el Dios de su cultura y fe, y las divinidades paganas vivas en tantas imaginaciones, saben qué nostalgias y evocaciones compartieron en ese billar a tres bandas.
Tuve que ejercer la complicadísima metamorfosis de hijo de padre a padre del propio padre, ante la evidente dependencia y pago de peajes a edades todavía no hechas para vivir con calidad de vida en la cercanía de los tres dígitos. Quería ir a Astorga. No podía. Rotunda negativa de los médicos. La casa no estaba acondicionada para las ínfimas condiciones de su movilidad. Certificada su muerte, guardé unas pocas cenizas en una pequeña urna que sus dos hijos esparcimos junto al banco que le servía de palco en su espectáculo más apetecido. Ansío creer que ahí sigue, en la inmaterialidad, mirando la vida en 180 grados que tuvo al lado de su refugio astorgano.