La deserción

Carlos Mazón, expresidente de la Generalitat valenciana.

Durante un año los españoles hemos asistido perplejos al espectáculo denigrante de un líder político asiéndose al madero imposible de salvación de un naufragio. A la tragedia de la dana de la Comunidad Valenciana del 29 de octubre del año pasado, siguió la ópera bufa de las agarraderas del presidente del territorio justificándose en enredos desliados al mínimo tirón de cordel. Carlos Mazón era el ejemplo de un liderazgo en derribo por capítulos, sin otro resultado que una muerte lenta. Se apuntó, y le apuntaron en su partido, a la larga agonía de la vergüenza, en vez de obligarle a la opción, algo más piadosa, vistos los efectos, de tomar la puerta de salida al primer minuto, con el baldón de su negligencia.

Mazón, que rima en consonante con cerrazón, no dudó en aplicarla, y su partido en sostenerla para no enmendarla. Como en las óperas bufas o en los malos dramas, el telón cayó con soponcios de ficción, aunque en esa realidad, sin fingimientos interpretativos. 

Los alegatos del Mazón y del PP caían por su propio peso. Vista la magnitud del desastre, se escudaron en el permanente recurso narcisista del otro. Lo tienen a mano todos en los nuevos usos políticos. Pero la ley tiene su escritura, y en negro sobre blanco, y previo acuerdo con las partes implicadas, allí se dice que las gestiones de las catástrofes son competencia autonómica, salvo petición expresa del territorio al Gobierno Central en la toma de responsabilidad. No se ejecutó la prerrogativa ni en lo peor de la tragedia.

Retorciendo mucho el espíritu de la letra y de su interpretación, pueden caber cuestiones de matiz que, de ninguna manera, abarcan el núcleo argumentativo de las indecisiones. Y esto aparece con nitidez en el hecho mil veces probado de que Mazón no estuvo donde tenía la obligación de estar: en el puesto de mando. Se podrán ofrecer mil fotos de relojes y de entradas y salidas del susodicho. Pero desde días antes no dejó de alertarse de que lo que se echaba encima era muy gordo. Un líder verdadero, al primer aviso, toma ya conciencia de su cometido.

Una comparación: el estamento militar, el más fiable, antagonismos aparte, en la gestión de conflictos y sucesos que escapan al control civil. Patente quedó en el inmediatamente después del paso de la dana. Institución jerárquica acostumbrada a medir grados de implicación y responsabilidad con precisión cirujana. Aquellas horas imponían filosofía castrense y el general en jefe desertó, porque llegar tarde al meollo de la cuestión es desertar. No creo que sea necesario recordar qué ocurre con los que huyen o se esconden en plena batalla. Mazón se fue de rositas, apoyado y alabado por el estado mayor, local y nacional, del PP.

Estar y no estar

La opinión pública también erró el tiro. Desde el primer momento concentró el punto de mira de la negligencia de Mazón, en dónde había estado durante las horas clave de la tragedia, las que contabilizaron el mayor número de víctimas mortales. Un fuego de artificio dirigido al morbo del espectáculo mediático, porque desde el inicio se supo que disfrutaba del ludismo gastronómico en un templo del buen beber y mejor comer en compañía femenina. Golosina para el tejemaneje de tertulias y redes sociales de la visceralidad. Alcácer sigue siendo el manual de instrucciones de la prensa marrón, el color de la mierda. Poco o nada deben importar las andanzas clandestinas del líder, cuando todos sabíamos dónde no había estado. Punto y final a las conjeturas. Esa constatación arrastra todo, como la dana de aquel día. El resto, la anécdota.

El partido de Mazón, el PP, en su ideario, es firme defensor del sector privado frente a las injerencias de lo público, excepción hecha del recurso providencial y reiterado a este último, cuando a las empresas, más si son afines, les va mal en la cuenta de resultados. Magna contradicción la de este partido, que en su abierta e inexplicable defensa del patético presidente valenciano, ha ejercido talantes del para ellos denostado corporativismo funcionarial. Cualquier empresa, pública o privada, habría fulminado al instante a un directivo que hubiese concatenado negligencias, incompetencias e imprudencias como las acreditadas por Mazón en aquella jornada negra. ¿Por qué ellos no lo hicieron? Han de explicarse ante la ciudadanía.

Entra de lleno en lo esperpéntico llamar dimisión a la decisión adoptada por el implicado de dimitir, sí, con la cursiva acreditativa del eufemismo. La palabra dimisión figura en el diccionario de la RAE como renuncia, abandono de un empleo o de una comisión. En aras al rigor dialéctico que se debe exigir a la política y sus líderes, difícilmente se puede considerar dimisionario a quien mantiene, siquiera por unos días, el cargo de presidente, aún con la coletilla de en funciones, más propia de los cargos salientes a la espera del relevo de puesto por cambio de signo de gobierno. Mazón, o cualquiera, dimite… y a casa. Pero a casa, no a conservar la condición de parlamentario autonómico, asociada a la de aforado, para retorcer las triquiñuelas de las competencias judiciales.

No voy a llamar en esta columna asesino u homicida a Mazón por 229 muertes. Eso corresponderá a una sentencia judicial, si se da. Es obvio que la magnitud de este acontecimiento llevaba la negra firma de la muerte, posiblemente en cifras aterradoras, incluso con la plena toma de decisiones y dedicación en puesto de mando.

Valga el silogismo: la realidad es que Mazón no estuvo allí o llegó demasiado tarde. No estar o aparecer a destiempo es deserción. Y deserción es delito.

La comunidad valenciana durante un año ha estado regida por un líder en ruinas.

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