De donde no hay...

Los títulos se consiguen superando exámenes, no de boquilla.

No hay verano sin serpiente informativa. Es tiempo de frivolidad por la falta de impulso en el bombeo de noticias. La fábrica de las redacciones produce a ritmo lento. Los mercados lector, visual y auditivo ponen proa a las vacaciones, el balneario contra el reúma de la cotidianidad.

Este año ha tocado como traca final de la temporada un asunto tomado con su pizca de broma porque ni cuerpo ni mente están ya para sesudeces con todo lo que ha caído y está por caer, pero esa cuestión menor en nuestras emergencias sociales es como la poza de los ríos, de agua mansa, pero traidora profundidad insondable. Me estoy refiriendo a la sucesión de trampantojos en los currículos de la clase política.

Lo dicho, una floresta de verano que nada más iniciarse el nuevo curso se marchitará en la vorágine de la batalla política, encanallada en los peregrinos argumentos del y tú más. El mundo de la información es así de efímero. Solo unos días fuera de foco, y un problema serio de actitud muta a cuestión pasajera. Esa pistola ya tiene enroscado en el cañón el silenciador de las mil y una conjeturas sobre el otoño caliente.

Sin embargo, la prestidigitación curricular de los prohombres del país expone unas aguas arriba más enjundiosas: la crisis de confianza de la ciudadanía con sus dirigentes políticos es mucho más estructural que coyuntural. Consecuencia de ello: no hay fecha de caducidad hasta una percepción de limpieza.

En el proceso de ebullición de esta nueva mascarada, se ha actuado con prontitud en el abandono de las responsabilidades de alguna que otra señalada y en la rapidez del borrado de lo que constaba, sin ser, de otras historias curriculares engordadas a base de hazañas formativas con el sello de Antoñita la Fantástica.

Los partidos concernidos no se han desviado un ápice de su línea. En el estilo belicista del actual modo de hacer política, con lanzamiento de los misiles del escándalo a discreción, contrarrestan la ofensiva del adversario con señuelos que desvíen al proyectil de su objetivo. Así, sin ruborizarse, alegan que los cuadros del partido no tienen por qué ser muestras de pedigrí intelectual. Olvidan, sin embargo, que un personaje público, y esos cuadros lo son, no puede atribuirse, en la tarjeta de presentación ante el electorado, titulaciones sacadas de chistera de ilusionista. Eso se llama fraude. Estamos ante un caso fehaciente de ejemplo ético por encima, en cotización testimonial, de la legalidad.

Agravio entre ciudadanos y políticos

Es necesario insistir. Para que la actividad política recupere la ansiada credibilidad entre los ciudadanos ha de ajustar la andadura al paso de éstos. Millones de jóvenes en la España de hoy se esmeran en la elaboración de sus currículos para tener acceso a un trabajo ni la mitad de cualificado que la dedicación política, la cual, recordemos, se ejerce en abundantes casos con el único mérito del escalafón en el seno de la organización o la verborrea ante los mandos. Un empleo especializado en la vida civil, y pocos escapan ya a ese tributo, aparte de la escrupulosidad en las titulaciones o formación posgrado, tiene que pasar por el tamiz de una dirección de personal de las empresas, que, además, habrá de tomar una decisión en proporción ínfima a las solicitudes del puesto de trabajo. Durísima competencia.

A la política le sienta mal la profesionalidad porque su alma es el servicio. Ello la faculta para que las exigencias curriculares de sus miembros no se atengan a una sincronización entre formación y misión. Alguien que aspire a medrar en este campo con titulaciones inventadas o inacabadas, si es pillado in fraganti, debe quedar inhabilitado, el largo tiempo que exige una buena reflexión, para cualquier actividad cara al electorado.

Cuando una seña de identidad de esta política es la banalización de la verdad, o para quitar presión, que la palabra es muy rotunda, de la autenticidad, a nadie puede extrañar que estos trucajes sean de uso común, máxime cuando ya se viene advertido de los incumplimientos constantes de los programas electorales. La sinceridad en la práctica política es magnitud aeriforme.

La ciudadanía ha abdicado de la labor fiscalizadora hacia sus políticos. Somos el departamento de personal de la empresa llamada Estado que supervisa los currículos y méritos de sus dirigentes. Se ha demostrado que estas actuaciones no pasan factura electoral, una prodigiosa inmadurez de responsabilidad colectiva. El engaño no puede acogerse con la indiferencia, cuando no aprobación, tratándose de siglas simpatizantes o militantes, y la indignación cuasi teológica, si el señalado es el ajeno. Rasgarse así las vestiduras es un ejercicio de la suprema hipocresía que es mirar más al quién que al qué.

Las idas y venidas con estos currículos encuentran una explicación razonable, aparte del derrumbe intelectual de la dirigencia, en la funcionarización casi absoluta de la política. Abunda el chusquero que se limita a esperar y ver. Los hay que suplen la ausencia de cualificación con la buena nota de los servicios útiles a la comunidad. En aquellos que engordan historial con la invención o la exageración, se detecta la plena conciencia del trepar en cohabitación con un insoportable complejo de inferioridad. De donde no hay…

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