TRIBUNA DE OPINIÓN
La Buhardilla

Cien millones

Espacio urbano peatonal convertido en zona de terrazas de bares y restaurantes.

Ya está sacralizada la estadística del año. Los cien millones de turistas con que se espera cerrar el ejercicio. En 2024 nos quedamos a tiro de cinco millones. Con semejante bagatela en el margen de error, el número talismán parece cosa hecha. En realidad se lleva tocando con los dedos desde que la superación de la pandemia abrió la puerta de toriles al ansioso morlaco de la Arcadia prometida, empantanada por el inoportuno virus.

Los números son hoy la razón de existir. Camuflados en su exacta aritmética, son la medida de todo. Tangibles e indiscutibles. La cantidad ha arrasado con la calidad, intangible y vaporosa, a veces cosa de intelectuales elitistas barnizados con la jactancia del esnobismo. La unidad, la decena, la centena y el millar, si no se multiplica por millones, se quedan en la nimiedad de la anécdota. Perniciosa inflación que favorece, sirva el ejemplo, que la calidad de una obra de arte como una película o una novela, mida su éxito en la exclusiva métrica de la taquilla.

Cien millones de turistas, lo cuantitativo, de los cuales me atrevo a enmarcar en la categoría cualitativa de viajeros a una pequeña porción de esa ansiada globalidad oficial. Luis y Alexis Racionero (padre e hijo, respectivamente) hacen una disección de términos en su adorable libro “El arte de vagar” (Ed. RBA). Valgan estas píldoras: “La distinción entre viajero y turista, no es solo literaria, sino factual”. Mastiquen esta otra: “El viajero reposa, el turista corre”. Y como no puede haber dos sin tres: “Ser turista y no querer encontrarse con otros turistas es la paradoja del viajero”. Podemos colegir que viajar es una filosofía o un arte y turistear un negocio. Cada uno es libre de buscar su acomodo.

Pues viento en popa y a toda vela se navega hacia el edén cienmillonario de la estadística turística. Sobrevivirá el número y se olvidarán las consecuencias. El primero es el oropel de la suma; las segundas, las aguafiestas de la restas. Al final saldrá un resultado que será la factura neta de la operación.

El turismo es la gran industria de este país. Paradoja eso de incrustarlo en el sector secundario cuando es, a todas luces, el estandarte del terciario, los servicios, en los que se incardinan las actividades más desreguladas. Sus aportaciones equivalen al 13% del Producto Interior Bruto (PIB), de largo un liderazgo de riqueza nacional, pero, tal como se han puesto las costumbres, ¿estructural o coyuntural? 

Si se acude a la vigencia, España es potencia turística en el concierto mundial hace décadas. Nadie puede discutir al fenómeno el impacto sociológico que ha tenido en la modernidad de nuestras costumbres sociopolíticas. Desde esa perspectiva, no cabe duda de su índole estructural, como tampoco de que llegó a ese estado por un equilibrio más racional que el actual entre los objetivos de cantidad y calidad.

¿Cantidad... y calidad?

El problema es que la presión numérica ha desplazado los objetivos de atención a la calidad, que se traducen a corto plazo en la primorosa atención al cliente, el visitante, y en el largo, al imán del convencimiento de volver. Cien millones de turistas, de verdad, ¿hay estructura para atenderlos? Cualquiera que tenga ojos y se distraiga del teléfono móvil un instante para observar el entorno, podrá comprobar el rancho de alimento precocinado que se sirve en las terrazas atestadas. O el rictus de permanente enojo de empleados sobrepasados por el exceso de tarea. El mito de la España barata ha pasado a mejor vida. Óptimo sería atraer un visitante de alto poder adquisitivo, pero nos hemos especializado en lo contrario. 

Las empresas del sector se quejan de que no encuentran mano de obra para atender esta avalancha. Mal servicio, pues, asegurado, tanto en lo contante como en lo sonante. Se activa el boca a oreja, instrumento decisivo para el hasta siempre o el hasta nunca. En el horno ya cuece el pan para hoy, y el hambre para mañana, a no mucho tardar.

La inquietud no opera solo en clave de visitante. Empieza a tener un efecto pernicioso en al ámbito de los residentes que, parece olvidado, son sinónimo de contribuyentes. Los centros urbanos, y también ciertas periferias, se han vuelto irrespirables por un turismo que añade a sus variados calificativos de playa, montaña, gastronómico u otros, el de plaga insoportable para el núcleo poblacional que es el vecindario. La conquista de los espacios peatonales de casi toda urbe española es ahora la estafa de calles y plazas terrazales, la postal perfecta del elitismo del beneficio y de la generalidad de las pérdidas para una ciudadanía que participa del festín solo en los negativos impactos urbanísticos y ecológicos de su entorno.

Y hay más. Cien millones es el efecto llamada a la desregulación del sector inmobiliario, con la entrada en escena de los pisos turísticos, que han convertido la oferta de apartamentos para alquilar en una utopía de la demanda juvenil, resignada a tener imposible el punto de partida de una vida normal: la emancipación.  

Me acuerdo, y viene como anillo al dedo, del dicho de mi etapa colegial sobre las cuentas del Gran Capitán: por picos, palas y azadones, cien millones. El chascarrillo de ayer es teorema de hoy.

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