Pablo Batalla: “Existe el riesgo de que si te dan el puesto que creías que merecías abandones el antisistemismo cagando hostias”

El escritor Pablo Batalla.

Abel Aparicio

Las revoluciones pendientes, las que pasaron, e incluso la que estamos viviendo. No es algo nuevo, pero tampoco es algo que pasará de moda. Puede que compartamos las reivindicaciones de las mismas o echemos pestes sobre ellas, pero una cosa está clara: o las hacemos o nos las hacen. Sobre esto hablamos con Pablo Batalla, el escritor asturiano residente en León que realiza un paseo por las revoluciones en su último libro 'La ira azul' (Trea, 2023).

A lo largo de tu libro se aprecia que la revolución, en sus distintas formas, se fragua muy lentamente, nada es espontaneo.

El otro día me habló mi amigo Juan Ponte de una cita de Nietzsche que no conocía y que hubiera metido en el libro de haberla conocido: la revolución llega con patitas de paloma. Es un mero trabajo de renombramiento de lo que, efectivamente, en años anteriores, ya ha cambiado radicalmente. Y es como el enamoramiento: cuando te das cuenta de que estás enamorado, también te das cuenta de que ya lo estabas previamente, pero no lo sabías. Lo que sí menciono en el libro es que la revolución no es un acontecimiento, sino una época. Esto lo decía Joseph de Maistre, uno de los más importantes pensadores reaccionarios, de los que se opusieron a la Revolución francesa y buscaron maneras de acabar con ella. A mí me gusta leerles; leer a De Maistre, a Bonald, a Burke…, porque en ellos uno encuentra intuiciones muy lúcidas sobre lo que es una revolución, a lo mejor por aquello de Benjamin de que nadie como el ahorcado comprende la soga y la madera. Nadie comprende algo tan bien como sus víctimas. Bueno, De Maistre decía eso: que la revolución es una época. Se daba cuenta de que no era una Gran Tarde en la que el pueblo, de repente, experimenta una especie de epifanía colectiva, se da cuenta del carácter injusto del orden existente y se alza como un solo hombre para derrocar a sus tiranos, sino un proceso. Un proceso largo y complejo que tiene picos, acontecimientos más emblemáticos que otros, fases, etapas, idas y venidas, revolucionarios que en los años que transcurren se vuelven contrarrevolucionarios y viceversa, etcétera, etcétera. Hay muchas revoluciones dentro de la revolución, la contrarrevolución es ella misma otra revolución…

En el libro exploro todas estas paradojas y procuro transmitir la idea de que la revolución no es un asalto que se haga en un día o una semana, sino el derrumbe progresivo de un orden que se viene abajo, no solo porque otros lo demuelan, sino porque sus propias contradicciones internas e incapacidades para adaptarse a nuevas realidades (nuevas realidades que van de lo climático a lo tecnológico) lo han carcomido desde dentro. La revolución no es el asalto del castillo, sino la barahúnda caótica de luchas que se da entre los escombros del castillo que se ha derrumbado, librada por varias fuerzas que pugnan por ser ellas quienes lideren la construcción del nuevo edificio que se levante en ese solar. En fin, de todo esto va el libro.

Hay varios tipos de revoluciones, y una de las más importantes del siglo XX fue la llevada a cabo por Margaret Thatcher.

Por Margaret Thatcher y otros, sí. Identifico la llegada del neoliberalismo como una revolución (que empieza hoy, tal vez, a resquebrajarse). Una que, nuevamente, no fue un acontecimiento, sino una época con distintos y variopintos momentos; que bombardeó La Moneda y asesinó a Salvador Allende, fusiló a los Ceausescu, ganó elecciones en Estados Unidos y Gran Bretaña, fue una oleada de huelgas sindicales en Polonia… Y que trajo, no meramente un cambio económico, sino su propia teoría del Estado (con el cual el neoliberalismo no tiene la menor pretensión de acabar), su propia sociología, su propia antropología, su propia manera de concebirse a sí mismos los seres humanos y su relación con los otros, etcétera. Entiendo que es algo provocador, y, de hecho, hay gente de izquierda que me lo ha afeado, entendiendo que solo un proceso que conduzca a una mayor justicia social puede ser llamado revolución. Pero creo que se equivocan y que, en todo caso, si la revolución neoliberal no lo fue, tendremos que pensar concomitantemente que la revolución liberal del siglo XIX tampoco. Hubo gente, pueblo, clase trabajadora, en los albores de nuestra era que se alzó contra la revolución liberal; gente que se sumó al carlismo, al legitimismo francés, al brigantaggio napolitano; aquella gente que gritaba «vivan las caenas» al paso de Fernando VII y que tal vez no fuera tan imbécil como hoy la recordamos, sino que identificaba correctamente que la revolución liberal traía cosas que atentaban contra sus intereses, y en consecuencia decía «virgencita, virgencita, que me quede como estoy» y se alzaba por Dios, por la patria y el rey sin tal vez idealizarlos, tal vez viniendo de luchar contra el rey, pero entendiendo en ese momento que el orden existente con todos sus males era mejor que el nuevo.

La revolución no es un asalto que se haga en un día o una semana, sino el derrumbe progresivo de un orden que se viene abajo

Graco Babeuf decía que hacía falta una «Vendée plebeya», una Vendée no clerical, no carca, contra esa revolución liberal que desamortizaba las tierras de la Iglesia, pero también las tierras comunales; que las cercaba, que las privatizaba; que expulsaba a los campesinos de sus aldeas para conducirlos a las fábricas esclavistas de la revolución industrial. ¿Era más socialmente justa la situación de ese proletariado incluso infantil encadenado al telar, a jornadas de doce horas, a salarios de miseria, etcétera, antes de que el movimiento obrero empezara a conquistar derechos, que la de los menestrales del régimen anterior, indudablemente tampoco idílica? No. Pero no dejamos de hablar de revolución liberal, porque hubo un cambio radical del mundo. Y yo creo que, aunque nos haya traído precariedad, horror y miseria, el neoliberalismo también ha sido una revolución, con independencia de que hubiera pueblo movilizado contra ella, como los mineros que le hacen la gran huelga a Thatcher. También hubo pueblo legítimamente movilizado contra la situación anterior; contra ese consenso socialdemócrata de posguerra que hoy idealizamos. Hay que hacer una revolución que acabe con el neoliberalismo pero bajo cuya égida tampoco sean posibles las injusticias que condujeron a mucha gente intachablemente perteneciente a la clase trabajadora a desear acabar con esa situación anterior; con ese consenso que era socialdemócrata en lo económico, pero muy conservador en lo moral, y frente al cual se alzaron en su momento la segunda ola feminista o las revueltas libertarias del sesenta y ocho. Que luego nos la dieran con queso quienes instrumentalizaron esos anhelos para volverlos contra nosotros, y decirnos “¿queréis libertad? Tomad dos tazas”, y en vez de libertad nos dieron la inestabilidad, la precariedad, etcétera, no invalida la legitimidad de tales revueltas.

Se puede ver la revolución como la toma de las armas, pero no es lo más habitual. Las mujeres de IKE hicieron la suya, por poner un ejemplo.

Hicieron o intentaron hacer, fueron parte de, una contrarrevolución que derrotase a la revolución neoliberal, como los mineros antithatcheristas. Yo soy asturiano, y en el libro sale mucho Asturias: las mujeres de Camiserías Ike, que protagonizaron un encierro de cuatro años y una movilización enormemente creativa, pero también las protestas del naval, de la minería, de Duro Felguera... Asturias —también León— fue un espacio paradigmático de lo que yo llamo en el libro revolución desindustrial, esa reconversión que en realidad fue un desmantelamiento y provocó un cataclismo no solo económico, sino también semiótico; la transformación completa de un paisaje, de una cosmovisión, del horizonte de expectativas de la gente. Sufrimos como pocos esa revolución neoliberal que llegaba privatizando lo que era público y llevándose lejos las industrias en las que habíamos trabajado, aprovechándose de una revolución de los transportes y las telecomunicaciones que lo permitía. Y eso causó estragos hasta psíquicos. En el libro cito al psiquiatra Guillermo Rendueles, que trató a varias de las mujeres de Ike, y cuenta el caso de dos de ellas a las que les pasaba que se despertaban de pronto en el sitio donde había estado la fábrica, al que habían llegado sonámbulas. Cuando desaparece una fábrica que ha articulado la vida a su alrededor, que ha sido el centro de trabajo de muchas personas durante décadas, no desaparece solo un lugar en el que cobrabas un salario, sino un clavo del abanico de tu vida. Las mujeres de Ike se alzaron contra esa desaparición y al hacerlo formaron parte de un gran movimiento global cuyo gran momento fue la huelga minera británica, y que podemos identificar como la contrarrevolución de la revolución neoliberal; como su insurrección de la Vendée.

En un punto de tu libro indicas que en ocasiones los que hacen la revolución aspiran a ser como las personas a las que se la hacen.

No estoy seguro de a qué te refieres, pero creo que a un pasaje en el que comento que, para triunfar, la revolución necesita a esa gente que, cuando se va a asaltar el Palacio de Invierno, ya sabe dónde está el baño. Gente que conoce por dentro aquello que se va a asaltar; élites aspiracionales que han conocido algo los espacios y los ambientes de las élites establecidas y cuya indignación proviene del hecho de que estas no las estén admitiendo al club. La Revolución francesa, por ejemplo, tuvo mucho que ver con nuevas élites económicas que habían surgido al calor de nuevos inventos como la máquina de vapor o el telar, pero que veía que ese poder económico no se acompasaba al político, que seguía monopolizado por la vieja élite vinculada a la propiedad de la tierra. En algunos lugares —pongo el ejemplo de la bagarre de Nîmes, una revuelta con muchos muertos en esa ciudad francesa—, el proletariado se suma a la contrarrevolución porque ve que quienes hacen la revolución son sus patronos. La idea por la cual el pueblo hace la revolución y las élites la contrarrevolución también es falsa: hay pueblo y hay élite en los dos lados.

La idea por la cual el pueblo hace la revolución y las élites la contrarrevolución también es falsa: hay pueblo y hay élite en los dos lados.

El mayo del 68 parisino quizá fue un poco eso.

O el 15-M. Al lado de todas las cosas maravillosas del 15-M, una de las que a mí me daba una cierta tirria era un cierto engreimiento titulítico en muchos de los que se movilizaban; toda aquella línea de discurso consistente en clamar contra la injusticia y la promesa incumplida de haber estudiado no sé cuántas carreras y másteres y estar currando en un McDonald’s, o haberte tenido que ir a Londres o a no sé dónde a currar; aquello de la Generación Granate, por el color del pasaporte. Gente cuya irritación del sistema no provenía de una conciencia de que el sistema fuera consustancialmente injusto, sino de no ser admitida al club de sus élites, al que consideraba que tenía el derecho de pertenecer. No hay que denostar el 15-M por esto que en parte es inevitable: no hay ninguna revolución ni movilización exitosa que se haya hecho sin motivaciones egoístas por parte de sus participantes. Pero eso se daba y, claro, se corre el riesgo, que hemos visto producirse efectivamente, de que en cuanto te dan el puesto que tú considerabas que te merecías, abandones el antisistemismo cagando hostias. En el sesenta y ocho también hubo algo de esto, sí, y vimos, por ejemplo, cómo anarquistas ecopacifistas como los que fundaron Los Verdes en Alemania acabaron convertidos en ministros que bombardeaban Kosovo, aprobaban los recortes neoliberales de Schröder o bendecían el programa nuclear alemán.

En otro punto geográfico, Pier Paolo Pasolini hablaba claro de los policías y estudiantes enfrentados en la universidad.

Aquel poema sobre la batalla de Valle Giulia, sí; un enfrentamiento con varios heridos entre estudiantes y policías en el contexto del sesenta y ocho italiano. Pasolini decía ahí, de una manera provocadora, que él iba con los policías, porque los estudiantes no dejaban de ser niños pijos, y los policías, sin embargo, eran hijos de pobres; de esos menesterosos de los que Pasolini fue el mejor defensor. A los rojipardos, esa pseudoizquierda de derechas, defensora del orden y la moral tradicional, les gusta mucho ese poema, pero yo dedico algunos párrafos del libro a arrancar ese poema de sus sucias manos. Pasolini no iba con los policías porque fueran policías, sino porque no tenían más remedio que ser policías, una profesión con la que él no simpatizaba para nada, que decía que era «vestir de payasos» a esos hijos de la miseria y ponerlos a pegar porrazos en favor de un orden injusto. Y no despreciaba a los estudiantes porque despreciara los motivos de su movilización: decía que eran «el bando de la razón», que la letra de su discurso era correcta. Pero los despreciaba a ellos; a esos niños de papá que con veinte años juegan a hacer la revolución y a epatar y a matar al padre, pero cuya lucha no es de clases, sino meramente generacional, y luego pasan los años y esos niños de papá se vuelven la nueva élite, que el hijo del campesino de Calabria nunca podrá ser.

Las revoluciones también pueden ser silenciosas, y como indicas, la extrema derecha de este país puede estar haciendo la suya con las armas que ofrece lo digital, sobre todo plantando semillas en institutos y universidades.

Decía antes que el neoliberalismo fue una revolución, y el fascismo puede serlo también. Del fascismo histórico decía George L. Mosse, uno de los grandes estudiosos del nazismo, que fue la revolución burguesa pura; una revolución que transforma el alma dejando intactas las estructuras económicas. El actual se ve a sí mismo, explícitamente, como una revolución, y yo creo que efectivamente lo es. Steve Bannon, aquel gurú de Trump, decía en una ocasión —y lo decía como una provocación, pero lo decía— que él es leninista, porque quiere acabar con el orden establecido. Vienen a acabar con el Estado del bienestar y los derechos civiles conquistados en los últimos doscientos años, son utópicos de una utopía siniestra que vienen a modificar radicalmente la vida. Y sí, se manejan muy bien con las armas digitales; son quienes mejor lo hacen. Mientras el típico izquierdista trasnochado clama que lo que hay que hacer es tomar las calles, ellos toman las calles efectivamente, pero toman las calles de hoy, que son digitales: las redes sociales, WhatsApp, Telegram, donde hasta el último hijo de vecino pasa horas al día. Difunden memes, bulos, propaganda muy eficaz. Los nazis, en su día, obtuvieron su victoria siendo también quienes más y mejor utilizaban nuevos adelantos técnicos de la época, como la radio o el avión. Hitler cogía un avión y daba varios mítines al día en distintos puntos de Alemania: Núremberg por la mañana, Múnich por la tarde, Berlín por la noche, qué se yo. Y daba la sensación de estar en todas partes. Goebbels tuvo intuiciones muy creativas sobre el poder de la radio. Mientras tanto, la izquierda alemana se apegaba a formas decimonónicas de movilización. Hoy la ultraderecha también es más habilidosa que nosotros en el uso de la gran máquina emblemática de nuestro tiempo, que es la Red. Y sí, también prosperan en los institutos, en parte porque los alumnos perciben, no del todo incorrectamente, que esto es el nuevo punk; esa rebeldía, esa cosa escandalizadora que los adolescentes tienden a buscar. Gritan «viva Franco», a veces sin tener la menor idea de quién era Franco, porque ven que eso provoca un escándalo. Hay que ser cuidadosos con esto, saber desactivarlo mejor de lo que a veces lo intentamos desactivar; no regalarles ese escándalo que buscan, sino hacer las cosas de otra manera.

Mientras el típico izquierdista trasnochado clama que lo que hay que hacer es tomar las calles, ellos toman las calles de hoy efectivsmente, que son digitales

Se tiende a magnificar e imitar revoluciones pasadas, pero fracasan porque cada época es diferente.

La revolución no se hace: se organiza. Nunca son los revolucionarios profesionales quienes hacen la revolución. Si acaso pueden encauzarla, pero las energías que la desencadenan, se desencadenan sin ellos, y a veces a pesar de ellos. En el libro cuento una historia preciosa de la revolución rusa. La leí en un artículo maravilloso de China Miéville, en el que él razona su propuesta de un «marxismo apofático». Apofático es una palabra que viene de la teología; la teología apofática era la que describía a Dios, no por lo que era, sino por lo que no era. Miéville reivindica un marxismo que no aspire a explicar hasta el último confín de la realidad, hasta el último minúsculo engranaje de la máquina del sistema, sino que tenga zonas de incertidumbre, de duda, de silencio. Y en un momento dado cuenta esta anécdota: en el contexto de las movilizaciones ya masivas contra el zar, iba a haber unas grandes manifestaciones, creo que en Petrogrado, que por la razón que fuere el Partido Bolchevique consideraba que no era adecuado hacer. Y estaba preparado un editorial del Pravda, que iba a salir en portada, llamando al pueblo a quedarse en casa, a no salir a la calle. Pero de noche, con el periódico ya preparado, acabaron por darse cuenta de que el pueblo iba a salir igual; de que no les iba a hacer caso. Decidieron entonces eliminar el editorial, pero ya no tenían tiempo para llenar ese hueco con otra cosa, así que el Pravda salió a la calle con un inmenso espacio en blanco en la portada. Lo demás es historia: la revolución se hizo, triunfó, y la hizo ese pueblo que no siempre hizo caso de la guía de los revolucionarios profesionales. El que quiera hacer una revolución siguiendo un manual de hacer revoluciones lleva siempre las de perder.

La revolución más icónica, de alguna forma, fue la rusa de 1917, en el libro le dedicas varias páginas.

Claro, no podía ser de otro modo. Dedico varias páginas a la revolución, al devenir de la propia Unión Soviética y a su caída; al significado de esa caída de la que Alain Minc decía hacia 1992 o 1993 que no era cualquier caída; que la onda expansiva de su hundimiento no tenía parangón desde la caída del Imperio romano, porque el Imperio soviético había conseguido condicionar a todo el mundo: a sus amigos y a sus enemigos, a los que lo usaban como chivo expiatorio o como amenaza, como fantasma o como aliado. Cuando cae la URSS no cae solo un régimen: cae una civilización, cae el homo sovieticus que decía Svetlana Alexiévich. Lo que se vive en Rusia después es un apocalipsis: los veteranos del Ejército Rojo, cuenta Alexiévich en ese libro, El fin del homo sovieticus, tienen que vender sus medallas en el rastro para poder comer; los encargados de preservar la momia de Lenin se ven obligados a aceptar encargos de oligarcas y mafiosos que quieren ser embalsamados a su vez, tras su muerte. Y el Muro de Berlín —esto lo decía mucho Anguita— se cayó sobre sus dos lados: sobre el soviético pero también sobre el occidental, donde, cuando el gato no está, los ratones bailan. Ya no hace falta levantar Estados keynesianos que redistribuyan la riqueza y eviten que la clase obrera occidental haga revoluciones inspiradas en la soviética.

El precio de la vivienda, la gentifricación de las ciudades, el precio del combustible, ¿veremos algún proceso revolucionario en Europa, y más concretamente en España?

Indudablemente. En un momento dado en el libro digo que la pregunta sobre si debe abandonarse el sueño de la revolución es absurda: no es que no deba, es que no puede. Las revoluciones son la respiración de la historia, dice Traverso: siempre las hubo y siempre las habrá, porque no hay orden capaz de hacerse inmortal; todos acaban cayendo porque todos acaban incurriendo en esa incapacidad para adaptarse a nuevas realidades. Las revoluciones del futuro tendrán que ver con el cambio climático, pero esto tampoco será nuevo. Las revoluciones atlánticas que fundan nuestra era tuvieron que ver con un cambio climático a su vez; con un mínimo de la Pequeña Edad del Hielo, un periodo inusualmente frío de la historia geológica de la Tierra, el que la media de las temperaturas bajó dos o tres grados y pasaban cosas hoy inimaginables, como que se congelara el mar en el puerto de Marsella. Dura del final de la Edad Media a mediados del siglo XIX, pero tiene tres mínimos, tres momentos más fríos aún, y todos coinciden con momentos revolucionarios: la Reforma protestante, las revoluciones atlánticas y el ciclo de 1848. ¿Qué pasa en esos momentos? Pues que más frío significa peores cosechas, eso significa hambre y significa enfermedad, significa también subidas de impuestos, que significan ira, que se incrementa cuando el pueblo ve que la harina que él no puede permitirse la usan los aristócratas para empolvarse las pelucas. Y en un momento dado empieza a circular el bulo de que a María Antonieta le dicen que el pueblo no tiene pan y que responde: «pues que coman pasteles», y eso prende la chispa de la insurrección. El Estado francés, además, no había hecho algunos deberes que otros sí, como la introducción del consumo humano de la patata.

Estamos entrando en una Pequeña Edad del Fuego, y eso necesariamente va a provocar estragos prerrevolucionarios; los está provocando ya

Hoy estamos entrando en una Pequeña Edad del Fuego, y eso necesariamente va a provocar estragos prerrevolucionarios; los está provocando ya. Las revueltas que condujeron a la guerra civil siria tuvieron que ver con unas sequías y unas hambrunas previas que el ineficiente Estado sirio no supo gestionar bien. La guerra de Ucrania tiene que ver con las tierras negras, una franja de terreno excepcionalmente fértil y muy jugosa de controlar en las décadas de escasez que vienen. En Grecia circulan bulos que acusan a los inmigrantes de prender fuego a los bosques y provocar los grandes incendios que asuelan el país, y estallan pogromos. Habrá revoluciones y eso no necesariamente será bueno para quienes somos de izquierda; podrán ser esas revoluciones fascistas que hagan esos pogromos contra esos inmigrantes. O, mejor dicho, no serán fascistas, sino que serán esa barahúnda caótica de fuerzas, de las que los fascistas serán una, y tenemos que estar preparados para enfrentarnos a ellos; para ser una de esas fuerzas revolucionarias, y ganar, y ser nosotros quienes edifiquemos el nuevo edificio, un edificio ecosocialista, justo, igualitario, en el solar del que se ha derrumbado.

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