Al escritor Julio Llamazares (Vegamián, 1955) no le hace falta despertador en verano. Se despereza al toque del silbato del tren. El autor de La lluvia amarilla pasa desde siempre las vacaciones en la casa familiar de la rama paterna en La Mata de la Bérbula (Valdepiélago, León), al pie de un impresionante escenario natural en la Montaña Leonesa. “Aquí escribirás de maravilla”, presagian muchos. “Y siempre digo: aquí es donde menos escribo. Al final es mejor que el paisaje no sea bonito y que no haga buen tiempo”, responde haciendo un paralelismo con el caso del narrador y poeta Antonio Pereira, que se recluía en su piso de León en un despacho que da hacia un patio de luces en vez de aprovechar las vistas hacia el Paseo de Papalaguinda. Ahora la pregunta es si La Mata es un espacio de descanso, desconexión, reflexión, lectura o creación. “Como le pasa a todo el mundo cuando vas de vacaciones a un sitio, vas lleno de propósitos y haces la mitad de la mitad”, contesta. “Al final”, remacha, “lo mejor que hay en la vida es perder el tiempo, que es una forma de ganarlo”.
El caso es que Julio Llamazares dice haber llevado siempre una “doble vida”. Nacido en un pueblo sumergido bajo las aguas del pantano del Porma, creció ajeno a esta circunstancia hasta que tomó conciencia incluso reivindicativa. Criado en una localidad minera, pasaba aquellos “veranos de tres meses” en otra campesina. Afincado en los ochenta en el Madrid de la movida, lanzó su carrera literaria sobre la catapulta de una novela sobre los guerrilleros del monte dos décadas antes de la eclosión de la memoria histórica y de otra sobre el último habitante de una aldea al borde de la desaparición tres décadas antes de que la agenda mediática y política se llenase de España vacía o vaciada. Ha visto pasar el tiempo a mitad de camino entre lo urbano y lo rural. Y hay una última dualidad que viene dada por el oficio. “Siempre un escritor”, constata, “es alguien que tiene un pie en la realidad y otro en la imaginación. Estás con un pie en la vida y con otro en la ficción”.
Antes de que la ficción y la realidad confluyeran con su origen en un día del otoño de 1983, Llamazares se había criado en Olleros de Sabero, un pueblo minero en el que recaló su padre como maestro tras salir de Vegamián, condenado a sumergirse bajo las aguas del Porma. ¿Qué se aprende de un padre maestro y qué se aprende de los mineros? “Todo lo que sé lo aprendí de los mineros de Olleros. Las cosas principales, la formación de la identidad y la sentimentalidad, las aprendes hasta los 12 años. Luego te pasan cosas”, contesta remitiéndose a su libro Escenas de cine mudo, que relata aquella experiencia iniciática. “También le debo mucho a mi padre como maestro. Y a mi madre, que estaba más en la sombra, pero las madres son las madres”, precisa. “Y todos tenemos un idioma y un paisaje materno”, añade para explicar por qué necesita regresar de vez cuando a sus orígenes.
Al autor de Luna de lobos le tocó criarse en una cuenca minera cuando desde otras latitudes de la provincia, incluso no tan lejanas, se las miraba con una mezcla de “temor y desprecio”. “¿Qué tal por allá arriba con los mineros?”, le preguntaban a su madre, originaria de Vegas del Condado (a poco más de 30 kilómetros de distancia), que tardó tres semanas en salir de casa hasta que se atrevió a ir a la iglesia con tan mala suerte que por el camino se encontró con un borracho inofensivo que se tambaleaba hasta darse contra un muro. Julio Llamazares no había cumplido los 18 cuando una Navidad en Cistierna se puso a bailar con una chica hasta que esta quiso saber de dónde era y él respondió que de Olleros. “Y se marchó en el acto”, ilustra de nuevo. “Y en León la gente vivió de espaldas a lo que les daba de comer”, cuenta sobre aquellos años en los que la economía de toda una provincia carburaba en torno a las minas y las térmicas alimentadas con carbón. ¿La minería tuvo el funeral que le correspondía? “Aquí se entierra muy mal a todo el mundo”, responde como premisa. “Y se ha enterrado a la minería como se enterraba a los forajidos: fuera del cementerio y por la puerta de atrás”, sentencia.
Cuando me hablan del bien común me tiro al suelo porque van a perjudicar a los débiles
Más que enterrarse, su pueblo se anegó. Julio Llamazares no tenía recuerdos directos de Vegamián, localidad de la que salió con apenas 2 años de edad. Tenía 13 cuando se inundó. Y sumaba 28 cuando fue a rodar con el cineasta berciano Chema Sarmiento la película El filandón y ambos se encontraron con que habían desembalsado el pantano. Bajó a ver su casa y escribió un poema con “truchas muertas”, “ocas decapitadas”, “un sol de nata negra” y muchas fresas incluido en el relato Retrato de un bañista que corona el filme. “Ahí tomé conciencia”, reconoce al referirse también a la confluencia con la oposición vecinal, finalmente infructuosa, al embalse de Riaño. “Y ahí perdí la virginidad política”, señala al ver consumado por el Gobierno socialista un proyecto de la España de Franco. Las apelaciones al “bien común” no le sirven: “Cuando me hablan del bien común me tiro al suelo porque van a perjudicar a los débiles”. El paralelismo es ahora inevitable con los macroparques renovables proyectados para la provincia. Y la respuesta es un titular: “España sigue siendo un país colonial consigo mismo: hay una España que crece a costa de la otra”.
“Me fui más que por escribir, por vivir”
Para cuando redescubrió su pueblo, ya se había instalado en Madrid a fuerza de resolver otras dualidades. De joven seguía llevando una “doble vida”: ocultaba a sus compañeros de equipo de fútbol que escribía poemas del mismo modo que el balón quedaba fuera de las conversaciones con sus colegas del ámbito de la cultura. “Todavía no había llegado (Jorge) Valdano y había dignificado el fútbol”, cuenta quien de niño en un pueblo minero apenas podía leer novelas del oeste hasta que marchó a Madrid interno con los frailes y tuvo acceso a los clásicos. Escribir lo hizo siempre. “Deja de hacer el tonto”, le decían en casa para que se pusiera a estudiar. De regreso a León comenzó haciendo versos. Ganó el Premio Antonio González de Lama y el Premio Jorge Guillén. Conoció y trató a Antonio Pereira y a Antonio Gamoneda, que le recomendó marcharse de León: “Pero no me fui sólo por eso. Me fui huyendo del ambiente pequeño y del control social (…). Me fui más que por escribir, por vivir”.
Llamazares llegó a la capital con el bagaje de aquellos primeros contactos literarios en una provincia de que los escritores salen de debajo de las piedras. Precisamente a la ascendencia de generaciones anteriores de autores y la publicación de revistas como Espadaña o Claraboya atribuye esa inclinación literaria leonesa. Fue ya en Madrid donde resignificó una tradición con El entierro de Genarín (1981) y donde dio el primer petardazo con Luna de lobos (1985), dos maneras de regresar a sus orígenes, en el segundo caso con una historia de los huidos al monte tras la Guerra Civil de aquellas que se contaban en las casas durante la dictadura franquista “bajando la voz”. Y mientras en un cabaré gay debajo del piso en el que vivía en el barrio de Chueca alzaban la voz cuando hacían sonar Mi hombre, de Sara Montiel, el suyo era Andrés de Casa Sosas, el último habitante de Ainielle en La lluvia amarilla (1988).
A mí me ha salvado de muchas cosas ser de pueblo. Siempre ha sido un poco desconfiado de ciertas cosas que te pueden epatar a ciertas edades
El autor de Distintas formas de mirar el agua fue “a contracorriente”. “Pero no es que lo haga a propósito (…). No pienso en términos estratégicos”, responde al hacerle notar la paradoja de hablar de la despoblación en el Madrid de la movida. Primero contextualiza y relativiza: “La movida eran todos niños bien que jugaban a ser rebeldes y revolucionarios”. Y luego relata en primera persona: “Yo viví mucho la noche de Madrid. Pero a veces me quedaba en casa a escribir, mientras mis amigos salían todas las noches”, concede. Hace una valoración en lo personal: “A mí me ha salvado de muchas cosas ser de pueblo. Siempre he sido un poco desconfiado de ciertas cosas que te pueden epatar a ciertas edades”. Y queda el resultado literario en parte marcado por aquellas noches que se quedaba en casa a escribir. Tras el boom de Luna de lobos, llevó a la editorial La lluvia amarilla pensando en “vender 500 ejemplares” sin sospechar que se convertiría en un libro de culto.
Para Llamazares, el éxito de la novela fue más una cuestión de oportunidad no buscada en una coyuntura histórica que de calidad literaria. “Es que tocó la fibra de un país que estaba sufriendo un proceso de abandono del campo que había empezado veinte años atrás con un traslado en masa hacia las ciudades. Y nadie hablaba de ese tema y del trauma que produce a mucha gente”, cuenta sin obviar las comparaciones: “Y en aquel momento todo el mundo quería hacer novela urbana, todo el mundo quería ser muy moderno. España quería ser el país más moderno del mundo porque tenía complejo de lo contrario”. La lluvia amarilla bautizó a muchas niñas como Ainielle, el pueblo del Pirineo oscense en el que se sitúa la novela, y dejó secuencias que justifican una carrera: “Una vez me dijo un señor en Aragón que era el único libro que había leído en su vida”.
En lo estrictamente literario, el proceso de creación de la novela estuvo condicionado por sus inicios como poeta: “Mi mayor trabajo fue romper versos porque me salían como endecasílabos. Yo huía de eso. No quería hacer poesía; quería hacer una novela”. Tras el éxito de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez dijo que se ponía frente a la máquina y le salía el mismo tono que en la obra cumbre del realismo mágico. “Viene bien cambiar de género”, cuenta Llamazares para explicar cómo se fue desembarazando de aquella querencia por la poesía o por la prosa poética con el ejemplo de su siguiente trabajo. Fue un libro de viajes, El río del olvido, (1990), un recorrido por el Curueño que en parte reproduce con pasión una vez terminada la entrevista posando en el mismo puente cerca de Lugueros donde abre sus testimonios para el capítulo León, memoria de la nieve que le dedicó el espacio de Televisión Española Esta es mi tierra, y determinando que recetar turismo rural como alternativa para las cuencas mineras es como “dar una aspirina a un enfermo de cáncer”.
La lluvia amarilla tocó la fibra de un país que estaba sufriendo un proceso de abandono del campo que había empezado veinte años atrás con un traslado en masa hacia las ciudades
Llamazares, que ha visto llevar La lluvia amarilla al teatro hasta en un par de ocasiones, escribió también guiones de cine y ha tocado todos los palos del periodismo, durante muchos años con colaboraciones en el diario El País y ahora con una columna semanal en el grupo Prensa Ibérica mientras asiste a la tendencia menguante del papel. “Ha cambiado la forma de leer”, apunta al evocar como algo del pasado el ritual del periódico con el café. “Ha cambiado la forma de escribir”, agrega al hacer ver que el ordenador da la posibilidad de “corregir hasta el infinito”. “Y escribir es corregir”, afirma en primera persona al imaginarse frente a la computadora como quien lo hace ante un tablero con negras y blancas: “Como en el ajedrez, raramente la primera idea es la mejor”.
Precisamente su última novela, Vagalume (2023), es en parte una reflexión sobre la escritura, la tarea que marca su vida (“de no haber sido un escritor, sería un desgraciado”, anota) también en un verano en el que se despierta al son del tren de la Feve (Ferrocarriles de Vía Estrecha) en la casa en la que su abuela ejerció como maestra. “Yo me levanto por la mañana y siempre estoy pensando en qué puedo escribir: que si el artículo del viernes, que si la novela que estás empezando a pergeñar (…). Escribo caminando y paseando”, cuenta con predisposición a que le pase como a su admirado autor portugués Miguel Torga, que respondía así cuando le preguntaban si regresaba al pueblo a inspirarse: “No, vengo a recibir órdenes de mis antepasados”.