'Gomorra': neorrealismo italiano
En el didáctico libro de André Bazin '¿Qué es el cine?', el crítico francés habla sobre el cine italiano de posguerra en estos términos: “Su realismo no encierra en absoluto una regresión estética, sino por el contrario un progreso en la expresión, una evolución conquistadora del lenguaje cinematográfico, una extensión de su estilística”. Con Roma, ciudad abierta (1945), Rossellini desmanteló las convenciones narrativas del momento para reinventarlas y enseñar al mundo una nueva forma de contar historias, además de iniciar una de las corrientes cinematográficas más influyentes de la historia del cine. El neorrealismo italiano surgió como respuesta a la desolación y miseria de la posguerra.
“Un cine realista responde a una necesidad biológica”, aseguraba el antes mencionado André Bazin. En ese contexto histórico, los precursores de esta vanguardia entendieron que el cine debía alejarse de los estudios, salir a la calle y reflejar las frustraciones de la gente corriente. Además de los escenarios reales y de unas tramas protagonizadas por la clase trabajadora, con una fuerte carga ideológica, otras constantes del neorrealismo fueron la presencia de actores no profesionales o el uso de largos planos secuencia que buscaban transmitir una sensación de tiempo real.
La película Gomorra (2008) trasladaba a la gran pantalla las tremendas historias contadas por Roberto Saviano en su novela homónima. Matteo Garrone firmaba una obra dura e imprescindible, muy cercana a los parámetros estéticos y sociales de aquel neorrealismo sureño que había inaugurado Rossellini sesenta y dos años atrás. Armada con todas esas imágenes que desfilan ante el espectador desnudas de ficción y ajenas a cualquier tipo de juicio, la cinta se revelaba finalmente como un testimonio profundamente elocuente y sobrecogedor.
Cinco adictivas temporadas
Ahora termina, tras cinco irregulares pero definitivamente adictivas entregas, la serie televisiva que también se detiene sobre las calles de Nápoles para retratar la vida cotidiana bajo la Camorra, bajo esa terrible omnipresencia que carcome lentamente la existencia y el destino de sus gentes.
Si bien la serie ha ido perdiendo calidad y se ha vuelto más previsible temporada tras temporada (la primera y la segunda son dos auténticas joyas que te dejan noqueado, mientras que las siguientes van cediendo progresivamente a cierto sentido del espectáculo televisivo en detrimento de esa mirada más áspera y cruda sobre la realidad); todavía hay algo perversamente seductor en el retrato de esos macarras amorales, de esas calles abandonadas a la basura y al eterno trapicheo de drogas y vidas.
No hay mucha diferencia entre la Roma devastada que aparece en el filme de Rossellini y este Nápoles ajeno a la Europa del bienestar, un olvidado paisaje donde la guerra todavía no ha terminado. Aquí no encontramos ese cierto glamour de Vito Corleone o el encanto de Tony Soprano; en Gomorra vemos el verdadero y sórdido rostro de la Camorra, su vulgar condición de asesinos, el veneno moral que sostiene su entramado.