León, una provincia en retroceso social y económico, que cada año pierde población y músculo empresarial, de repente vio cómo de un día para otro se reabría el antiguo Hotel del Pozo en el alfoz de la capital, en suelo ya del municipio de Villaquilambre, que llevaba más de una década cerrado. Lo hacía para dar cobijo a 180 jóvenes en edad laboral y con ganas de quedarse, del Programa de Protección Internacional (PPI) de la Fundación San Juan de Dios. Pero, en vez de celebrarlo, la noticia provocó una auténtica oleada de racismo y xenofobia como tristemente no se había visto nunca antes. Y es que cuando la sociedad reacciona negativamente a que el crecimiento vegetativo de una zona deprimida como lo es la capital de la provincia se produzca gracias a personas de un color más oscuro de piel y procedentes de países pobres y en conflicto, que los expulsan por el hambre, las persecuciones por cuestión política, de sexo o de religión, y que se conviertan en tus vecinos, no tiene otro nombre.
Hubo manifestaciones públicas y políticas y otras privadas a través de grupos de mensajería móvil en los que se divulgaron todo tipo de consignas xenófobas tan vergonzantes que no solo el Ministerio de Inclusión condenó la incitación al odio a los migrantes, sino que la propia sociedad leonesa se reveló. Así, en medio de un mar muy agitado, la solidaridad se ha acabado imponiendo al racismo.
La Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, a quien corresponde el programa, decidió mantener silencio en plena crisis y así se ha mantenido durante todo el verano. Ahora, dos periodistas de ILEÓN han hablado con directores, trabajadores sociales, educadores sociales, integradores, voluntarios y los propios residentes del conocido como 'Chalé del Pozo' para que nos cuenten cómo fue su llegada a León, qué percibieron y cuáles son sus expectativas de futuro.
Oleada de racismo
La Orden Hospitalaria de San Juan de Dios lleva prestando protección internacional a personas migrantes desde 2019 y a finales de 2022 abrió el centro de La Fontana, en barrio de Armunia de la ciudad de León, sin que nunca se hubiera producido un problema dentro ni fuera del centro. Por eso, ante la oleada de racismo que provocó la reapertura del Hotel del Pozo en Villaquilambre como centro para cubrir las necesidades básicas de estas personas, optaron por que su respuesta fuera el silencio y dejar que el tiempo colocara las cosas en su sitio.
“Cuando hay mucho ruido y no te quieren escuchar no es el momento de hablar”, dice ahora alto y claro una de las trabajadoras sociales del centro, Lola Casares. “Se hizo demasiado ruido y no había motivos para generar esa alarma. Todo lo que se dijo no era cierto. El monstruo que algunos pintaron no es tan monstruo. No interfiere con su día a día. Los chicos están respondiendo con su actitud y no ha habido ningún problema. Cada uno sigue su camino”. Ellos son conscientes del racismo con el que fueron recibidos y necesitaron atención psicológica para encajarla. “Su piel es negra y se han visto estigmatizados, acusados de cosas que no han hecho. Recibieron mucha hostilidad sin hacer nada”.
Durante semanas hubo personas que protestaron en manifestaciones por su presencia en León, incluso que iban a increparlos al centro. “Llegaron en shock, entre gente que les hacía fotos y les grababa vídeos, a un sitio totalmente desconocido, solos, sin una red de apoyo, y sin nada, con lo puesto, con un sentimiento de duelo por haber dejado todo atrás y sabiendo que no puedes volver, al menos a corto plazo”, añade su compañero Soufiané Edvray.
"Su piel es negra y se han visto estigmatizados, acusados de cosas que no han hecho. Recibieron mucha hostilidad sin hacer nada".
A día de hoy, en el 'Chalé del Pozo' hay 176 jóvenes subsaharianos de entre 18 y 35 años, aunque la mayoría están entre los 20 y los 25, de nueve nacionalidades diferentes, si bien el grupo más numeroso es de malienses que huyen de la guerra, y todos llegaron a las costas de la Comunidad Canaria, después de una larga y peligrosa travesía en cayuco. De Canarias viajaron a León, en solidaridad con las islas que están sobrepasadas.
Estar en el programa tiene sus derechos pero también sus obligaciones y las conocen bien, porque se les explicaron al segundo día de su llegada. Sus derechos son un lugar digno y seguro donde vivir, tres comidas al día, sanidad y una educación e instrucción que favorezca su integración. La primera de sus obligaciones, “el respeto”, justo lo que una parte de la sociedad leonesa no tuvo para con ellos en el momento en el que más vulnerables se encontraban.
Hasta los seis meses no pueden trabajar, sencillamente porque es el tiempo que tardan en recibir el permiso de trabajo. Por ello, en ese plazo temporal, la principal prioridad es aprender el idioma. Todos los días tienen clases obligatorias de español. De lunes a viernes, una hora y media, y refuerzo los fines de semana. El resto del día lo dedican a estudiar Historia de España, hacer deporte, manualidades o salir a conocer su nueva ciudad. “Una vez que tienen el permiso de trabajo fomentamos su autonomía”, subrayan desde la Orden.
“Ya han salido del centro dos personas con trabajo que están viviendo en un piso compartido”, cuenta Lola. Los sectores que mejor los reciben son la metalurgia, la limpieza, albañilería, puestos de peón forestal... “Los cogen para los puestos que los españoles no quieren, muy físicos y mal remunerados”, que aceptan de buen grado porque saben que el 'no' en su caso no es alternativa. “Tenemos perfiles universitarios, gente con formación profesional, que viajó con los bolsillos vacíos y no puede homologar sus titulaciones, y cualquier cosa es suficiente para empezar una nueva vida”, pero que al salir al mercado laboral se sorprenden con la cantidad de horas que se trabajan, los sueldos tan bajos, el precio de la vivienda y la vestimenta. “El choque cultural es muy importante. En Mali unos zapatos cuestan 4 o 5 euros y aquí ven que son 40 o 50 euros”.
Uno de los chicos ya tiene resuelta su solicitud de asilo, una docena han obtenido el estatuto de refugiado y solo se ha registrado una baja voluntaria. “No es obligatorio que estén aquí pero si lo están es porque no tienen recursos y porque entienden que necesitan integrarse en el menor tiempo posible y trabajar. Y están enormemente agradecidos”.
Sociedad solidaria frente al racismo
A pesar de todo ese racismo que afloró con la llegada de migrantes, “León es una ciudad solidaria”, remarca Lola. Y ejemplo de ello es que la mayoría de la sociedad leonesa se volcó para ayudar a poner en marcha, de cero y en tiempo récord, el centro.
La Orden se encargó de lanzar las ofertas de trabajo y del proceso de selección de las cuarenta personas contratadas para atender a los migrantes: trabajadores sociales, integradores sociales, psicólogos... Personal cualificado, en buena parte de la provincia de León, como Alejandro Rodríguez, pero otros de bastante lejos, todos con experiencia en ayuda humanitaria. Lola estaba en su Córdoba natal en situación de desempleo, vio la oferta, se apuntó y la cogieron. Y, en apenas una semana, como una migrante más, “hice la maleta e igual que ellos [los refugiados], ¡nos vinimos al norte!”
Los vecinos del Pozo, “¡nos llenaron el ropero!”, agradece Lola, y siete voluntarios dedican parte de su tiempo libre a obra social allí. Uno de ellos es Avelino, voluntario por vocación desde los 21 años: “Toda la vida”, traslada a este medio. Como él otras seis personas acuden al centro a dar clases de español a los chicos, de Historia de España o a organizar salidas para que conozcan la ciudad y sepan manejarse en su nuevo entorno. Y, por las tardes, “chicos jóvenes del pueblo [Villarrodrigo de las Regueras] vienen a jugar al fútbol con ellos”.
“Cada día recibimos cosas”, agradecen, pero también surgen necesidades nuevas. En unas semanas empezará a hacer falta ropa de abrigo. El calzado lo están cubriendo con vales de empresas y la movilidad es más sencilla gracias a 35 bicicletas donadas hasta el momento. “Tienen muchas necesidades, porque han venido con lo puesto”, y se aferran -entre muchas críticas- a su principal ventana al mundo y la única conexión que tienen con sus seres queridos, los teléfonos móviles, que también llegan a cuentagotas.
En definitiva, como dice Lola, “los españoles somos un pueblo migrante. Es nuestra historia y lo que nos da la riqueza cultural inmensa que tenemos”, por eso le resulta imposible entender la xenofobia inicial y prefiere quedarse con la solidaridad inmensa que llegó después.
Una nueva vida
El tiempo máximo que los migrantes pueden estar en acogida es un año y medio, 18 meses. Los del Chalé del Pozo apenas llevan tres en León. Luego tienen que empezar una nueva vida.
Todos son conscientes de que tienen que formarse y trabajar. Ninguno ha tenido una vida fácil hasta llegar a la capital de la provincia, pero están agradecidos y esperanzados con esta oportunidad que se les ha brindado. Los que tienen familiares en otros lugares de España, aspiran a irse y reunirse con ellos. Los que están solos, están dispuestos a quedarse, pero abiertos a moverse si otro lugar les ofrece más posibilidades. Han visto y vivido mucho hasta llegar a León. Ya no se acuerdan del odio injustificado que recibieron. O eso dicen. Y ni siquiera los asusta el frío del invierno leonés, por más que los avisan.