Una alianza convertida en un infierno

Isabel Llanos / AstorgaRedacción

Hablaba el pasado fin de semana con un amigo por Whatsapp y, entre bromas y veras, la filosofía vital salió a la palestra. Me sorprendí sincerándome ante mí misma, descubriéndome, como me pasa siempre cuando escribo, sin pretenderlo pero quién sabe si, en el fondo, buscándolo. Le había escrito “cuando la vida te presenta muchas veces a la muerte, el pacto que haces con ella no es a las medias tintas”. Y es verdad. No tanto como a algunos, pero seguramente más que a otros, la he encontrado en el camino. En algunos casos en un pulso cara a cara, de los que, de momento, he salido ganando la batalla; la guerra, me consta, la tengo perdida de antemano. En otros casos, y curiosamente son los que más me han tocado el alma, simplemente la acompañaba mientras cumplía su misión o llegaba pocos pasos detrás de ella.

En mi camino he tenido muchas vidas, y digo vidas porque han tenido nacimiento y fin, y porque las he sentido, cada una de ellas, con la intensidad particular que las caracterizaba. En una de ellas, que me acompañará siempre, he sido policía. Una profesión en la que la vida y la muerte caminan de la mano.

Recuerdo una noche con un veterano, desde la misma ladera del Tibidabo que cantaba Loquillo, contemplando la ciudad de Barcelona a nuestros pies tan bella de luces que abstraía, en calma y en silencio, como si fuese pura e inocente. Una reyerta, un atraco, una violación, un nacimiento, una muerte, una declaración de amor, un abandono,...todo eso era lo que estaba sucediendo mientras en realidad. Era como ver el plano urbano con chinchetas luminosas señalando diferentes lugares.

Me gusta caminar callejeando sin rumbo sobre todo las noches que llueve. Los pasos casuales me llevan a recuerdos en muchas calles. La ciudad, para mí, tiene otra lectura paralela: aquí el atentado a Ernest Lluc, aquí el asesinato de Juan Miguel Gervilla, en Santa María del Mar la misa por el Mosso d´Esquadra de Roses, en esta casa se avergonzaban de tener una hija que precisaba tener atención mental y de la Policía para evitar sus agresiones, en esta otra la mujer nos abrió la puerta con una brecha sangrante en la cabeza pero no quiso denunciar, en esa otra caras de niños desvalidos que observaban escondidos tras la puerta de la habitación porque su madre ha llamado asustada pues esta vez su marido bebido daba más miedo de lo habitual; en plena y bulliciosa zona de compras la casa del homicidio de la anciana con el rastro de sangre hasta la bañera, el butrón al banco desde el palacete modernista en obras,...

Era un domingo a primera hora de la sobremesa. En aquella época yo estaba asignada para unas circunstancias muy concretas a mi pasión, Homicidios. Me llaman al móvil para informarme del suceso y, como se distancia apenas unas calles de mi casa, llego con la situación intacta. Un cuerpo grande yace en la acera cubierto ya por una sábana. Subo al domicilio donde estaba la patrulla. Su hijo menor espera en la escalera con zapatillas de invierno a cuadros, con las mismas con las que había salido a avisar por teléfono a la Policía cuando la discusión que mantenían sus padres superaba los límites acostumbrados. Se puede leer toda una vida simplemente observando en una casa. La puerta abierta me conduce al salón, donde la televisión continúa encendida con la última parte del informativo, en la mesa aún hay migas y restos de la reciente comida. Miro la estancia. Figuritas de 'todo a cien' y recuerdos de bautizos y ceremonias invaden el mueble del comedor. La puerta de la terraza está abierta y hay macetas caídas con tierra desparramada. Desde allí saltó él. El equipo de Policía Científica está tomando fotografías en la cocina. Es curioso, y lo aprendí en mi primer homicidio, cómo con la mente obtusa de la adrenalina es muy frecuente que el arma del crimen, habitualmente cuchillos de cocina cuando no hay premeditación, acabe encontrándose, manchada de sangre, en el cajón donde habitualmente se guarda. Somos animales de costumbres, mecanizados.

Avanzo por el pasillo hacia el dormitorio, en breve se va a proceder al levantamiento del cadáver. Allí está ella, en el suelo, entre los pies de la cama de matrimonio y la pared, con el baby encima de la ropa, aún húmedo de fregar. Al lado derecho de la cama de matrimonio, debajo de la ventana hay un plegatín. Allí dormía ella. Ni compartían lecho ya. Recuerdo como salía con dificultad la alianza de sus dedos para guardarla en la bolsa de enseres antes de llevársela para la autopsia. Recuerdo haber pensado, con infinita pesadumbre, que ella nunca jamás habría llegado a imaginar, ni por un solo instante, que aquella persona a la que un día respondió con un “sí, quiero” mientras le ponía ese mismo anillo que ahora se retiraba, iba a acabar por convertir su vida y la de su familia en un infierno.