Un mundo perfecto
Ya había descrito en este espacio algunas ideas sin desarrollar como limpiar el baño desde dentro duchándose uno con el estropajo y el spray de Sanytol en la mano, hacer la cama acostado tirando de sábanas y edredones con los pies o criar un cerdo entre los vecinos en el patio de luces alimentándolo con las sobras de la comida de los inquilinos y con las pinzas que caigan de los tendales. Sumaré a estas ideacas la de –cuidao– Las inteligencias artificiales necesitan mucha energía, así que vamos a construir o prorrogar la vida de centrales nucleares. Lo leí el otro día. Conforma un razonamiento invencible. Igual que Estoy muy gordo, voy a tratar de respirar menos. O A la gente le gusta quemar su casa, eliminemos las vacunas. Las AIs necesitan gigawatios para afirmar que Millán Astray fue un lateral de la Unión Deportiva Salamanca o ponerle tatuajes maorís a la mora de las Fiestas de Moros y Cristianos de Altea –hecho real–. Pero ese no es el tema. Hoy accedemos muy rápidamente al tuétano de la cuestión: ¿POR QUÉ COJONES A LAS DERECHAS LES GUSTAN LAS NUCLEARES? ¡¿Por qué, Señor?! ¿Igual que a los niños les gustan los dinosaurios porque son grandes, feroces y están muertos? Las centrales son grandes y feroces y pueden comerse asimismo a sus papás. ¿Es eso? Falla la analogía, la derecha nunca se hubiera puesto del lado de los dinosaurios, sino del meteorito. Está contrastado. Igual que en caso de invasión alienígena se pondrían rápidamente del lado del marciano. O en caso de inundación se alinean con el barro. ¿Constituye su educación emocional? Supongo. Las centrales nucleares ahora mismo no son la solución a la seguridad del sistema –¡los apagones!– sino, junto con el resto de generación térmica, parte o la totalidad del problema. Era enternecedor ver cómo el PP y luego Vox, cuando se cerró Santa María de Garoña –que construyeron en Burgos porque le pegaron un tiro en la cabeza al arquitecto que la iba a levantar ciento veintitrés kilómetros más allá– defendía –y sigue defendiendo– que estaba bien, que si se le metían unos motores nuevos y se le daba una manina de pintura… Endesa e Iberdrola POSEÍAN el 100% de la central –Nuclenor, nombre entre cataclismático y chiquitistaní, era como se denominaba el monstruo–, filantrópicas instituciones que no le veían más rentabilidad al reactor y sí una enorme cantidad de problemas. Aún así, ellos porfiaban y porfían en que un complejo cuya construccion lleva miles de millones, que necesita hectómetros cúbicos de agua para su refrigeración, peligrosísimo, de mantenimiento crítico y vida limitada, que deja residuos que duran eones, cuyo combustible es comprado en el extranjero, que nadie quiere y que no necesitamos –Castilla y León exporta la mitad de su energía–, sufragado por todos, pero cuyos beneficios se reparten otros… siga operativo. Eso es amor. Ciego. Si consiguiéramos que esta gente sintiese afecto por cosas buenas en vez de horribles –y exclusivamente por su horrendez– seríamos felices y hasta bellos. Pero de nada valen los razonamientos o los hechos. Es la lógica de Prorrománix, el jefe galo amante de los invasivos e imperialistas romanos –Goscinny poséia un solo defecto: el de ser francés– que quería construir un acueducto. Cuando un vecino le hace ver que el agua riega sus campos y les hace tanta falta un acueducto como a un quirófano un plumero, Prorrománix le grita esta frase que podría cincelarse en mármoles –Calacattta Viola–, porque resulta perfecta: UN ACUEDUCTO HACE ROMANO. Acueductos romanos, saludos romanos… Pues eso. Una central nuclear hace facha. Y ya está.